Ella abrió la puerta y se dirigió al mostrador. El farmacéutico se acercó a atenderla. De repente, al verla se acordó de su hija. No era de su edad, desde luego, porque ésta debía de haber cumplido ya los veinte años. Al menos, dieciocho, porque llevaba bajo el brazo una carpeta de la Universidad y un libro de Derecho Mercantil. Quizá fuera la sonrisa abierta la que le hizo acordarse de su primogénita, que para el próximo mes cumpliría catorce años. Pero, desde que supo por su esposa, hace unos meses, que ya se había hecho mujer, parecía como si muchas chicas jóvenes que acudían a la farmacia le recordasen a ella.
La joven universitaria solicitó la píldora del día después. Al farmacéutico le extrañó la hora. En la farmacia solían dispensarla con más frecuencia a primera hora de la mañana, después de una noche loca, como solían comentar los compañeros con los que trabajaba. Pero, aunque era viernes, estaban a punto de dar las dos de la tarde y la chica parecía venir de la cercana Facultad.
Mientras se acercaba a la estantería a retirar una caja, dejó de pensar en eso. Ni podía adivinar de dónde venía, qué era lo que había hecho o dejado de hacer y, además, no era asunto suyo. Lo que debía hacer era dispensar el medicamento, porque así lo decía la ley. Tenía la obligación de entregárselo, al no ser de prescripción médica. A él no le preocupaban los aspectos éticos. No estaba de acuerdo con quienes decían que era una píldora abortiva y, además, estaba a favor de que las mujeres decidieran sobre su maternidad. Le parecía bien la legislación sobre el aborto que existía, y no deseaba que el gobierno actual la cambiase por otra más restrictiva. Lo que sí le pasaba por la cabeza en ese instante era cómo informar de la mejor manera a esta chica acerca del uso del medicamento, sus posibles efectos adversos, la conveniencia de no usarlo como método anticonceptivo, las posibles alternativas para un sexo seguro que no sólo evitase el embarazo, sino que también protegiese de enfermedades de transmisión sexual...
Le desanimaba la falta de receptividad hacia esa información de las chicas que acudían a la farmacia. Y qué decir si en vez de ella quien hubiese venido fuera él. Se sentía farmacéutico, y creía que su labor de asesor sobre el uso de los medicamentos era importante, y aún más en este tipo de medicamentos que no precisaban receta. Era el único profesional que tenía la oportunidad de interactuar con la paciente, y de alguna forma esa responsabilidad le hacía sentirse importante.
Regresó al mostrador y se acercó con la caja a la chica, que aún mantenía esa sonrisa que tanto le llamó la atención. Ella ya había sacado del bolso la tarjeta de crédito y el carné de identidad para pagar cuando él puso el medicamento sobre la mesa.
Con cierta pereza, comenzó a hablarle sobre el medicamento. La joven parecía escucharle con atención. El farmacéutico se sintió cómodo con las explicaciones, y por un momento pensó que así querría explicárselo alguna vez a su hija. La encontró tan receptiva que, recordando la necesidad de tomar la píldora cuanto antes, le ofreció un vaso de agua para que se la tomara allí mismo, lo que la chica rechazó con educación:
– No, muchas gracias, me la llevo para la fiesta de esta noche –respondió con amabilidad antes de despedirse.
Una hora más tarde, volvió a verla pasar por delante de la farmacia. Llevaba en sus manos una bolsa del supermercado, que transparentaba una botella de ron, algunos refrescos y mucho hielo.