La medalla Carracido

Sorpresas te da la vida. Como esa edición de Cuaderno Secreto, encargada por Cofares, conmemorativa de la concesión a quien esto escribe de la Medalla Carracido de Oro, máxima condecoración de la Real Academia Nacional de Farmacia.

EF484 TERTULIA

Pero sorpresa, sorpresa, la concesión de la medalla. Como Roald Amundsen: «Toda mi vida queriendo llegar al Polo Norte y heme aquí conquistador del Polo Sur». El acto de la imposición por parte del presidente (no se dice presidenta) de la Academia, la excelentísima y doctora María Teresa Miras, fue cordial y agradable, e inscrito en la sesión solemne de la apertura del curso académico. Como quiera que hubiese pocos tertulianos en aquel salón, sirva para la tertulia de hoy mi expresión de gracias:

Os hablo emocionado, orgulloso y agradecido por esta distinción que desde luego no procede de mis méritos farmacéuticos, sino de vuestro afecto y simpatía por un colega descarriado que se dedica a escribir novelas.

Gracias a todos (omito una interminable retahíla en la que no podían faltar Antonio Doadrio y Javier Puerto, y otra de ausentes que va de José María Albareda, con su inolvidable Club Edafos, a Juan Manuel Reol, magnífico narrador oral, pasando por Pedro Malo, inventor de la columna periodística farmacéutica). Ciñámonos al doctor José Rodríguez Carracido que nomina la medalla y a una breve anécdota de homenaje a su memoria. No anécdota personal suya, sino mi homenaje a su persona. Como bien se sabe, Carracido tuvo sus veleidades literarias y llegó a escribir una novela, La muceta roja, no su obra maestra puesto que su magisterio estaba en la farmacología y la bioquímica y en una clase de bioquímica ocurre mi anécdota.

El doctor Santos Ruiz, en una de sus estimulantes clases de bioquímica, nos explicó un laberinto: el Ciclo de Krebs. Trazó en la pizarra un círculo a modo de móvil perenne, por donde circulaban las moléculas más complejas relacionándose entre sí por medio de una enzima y el mínimo aporte energético de un átomo de fósforo. No se relacionaban sino que se transformaban unas en otras: Los prótidos en lípidos, los lípidos en glúcidos y los glúcidos en prótidos en un tiovivo fastuoso y surrealista. Realidad científica pura y dura, pero también metáfora increíble de la sociedad en que vivimos que no se le hubiese ocurrido ni al mismísimo Julio Cortázar.

Y eso decidió mi vocación literaria. Desde siempre me apasionaban los relatos con anécdotas con categoría de metáfora.

Como punto inicial o encrucijada del nacimiento de una vocación, que transforma tan radicalmente la del medicamento por la de la novela, me parece anécdota significativa y hermosa. Pero tiene una ligera quiebra: es falsa.

La novela es la verdad de las mentiras y esta ligera quiebra es la esencia de mis ficciones literarias. Puesto que la realidad cotidiana es tan frecuentemente inverosímil como el ciclo de Krebs, describámosla con una mentira creíble y simpática. Con una anécdota con categoría de metáfora.

Disculpen la quiebra o mentira de la anécdota. Quizá hubiera debido limitarme a decir muchas gracias.