Seamos o ejerzamos, lo cierto es que los dos hablamos de la farmacia. Fueron dos horas agradables en las que transitamos por los temas recurrentes y visitamos también los de rabiosa actualidad. Yo pude, seguramente con un exceso de vehemencia, como siempre, dar rienda suelta a mi visión crítica sobre la manera en que se está afrontando la adaptación de un modelo exitoso, como el nuestro, a los cambios profundos que están reconfigurando la sociedad en la que vivimos. Unos cambios que afectan a las personas, a sus hábitos de consumo y a su percepción de la salud, y que también están cambiando pilares básicos de la economía en la que participamos y, consecuentemente, la forma de hacer negocios.
A menudo pienso que tantos artículos escritos, tantas discusiones y debates sobre nuestra profesión han acabado cubriendo mis palabras de un leve barniz de pesimismo. Algo de eso hay, y, aun así, continúo escribiendo. Tal vez es la esperanza lo que me mueve, una luz tenue que mantiene las brasas encendidas.
Cuando nos separamos, me senté en un banco de la plaza donde estaba el bar en el que mantuvimos la conversación, para digerir la esencia de lo que me había dicho. Es una persona inteligente, con las ideas claras y los intereses definidos. No es una ilusa, ni mucho menos. No había intentado convencerme de nada, simplemente me había trasladado su visión de la farmacia y el convencimiento de que valía la pena defender un modelo capaz de aportar tanto como el que tenemos. Era consciente de los muchos retos del sector, pero confiaba plenamente en las fortalezas del mismo. Me quedó grabada una de sus frases: «Me es difícil imaginar un modelo mejor que el que ahora tenemos». Llegué a casa y escribí este editorial, seguramente para poder releerlo cuando el futuro me parezca demasiado negro.