Hace un par de días que los niños del barrio van acarreando maderas viejas. Esta mañana, tres niños que apenas habían cumplido los diez años transportaban con un esfuerzo grande que su ilusión aligeraba una puerta de madera maciza pintada de color verde pálido.

Un color parecido al de las manzanas ácidas que recuerdo haber visto amontonadas en el rincón de la cocina reservado a la frutera. Las cocinas de entonces no tenían el parecido que tienen las actuales con los asépticos laboratorios, eran habitaciones vivas, en las que el desorden de objetos y de olores era parte de su encanto. La frutera de cerámica blanca decorada con pinceladas de un azul entre el cobalto y el ultramar siempre está a rebosar, en invierno, de naranjas y mandarinas, y en verano, de higos y palosantos, y durante todo el año, también de manzanas, a veces rojas y otras, amarillas y verdes.

La escultura caótica que los niños van creando en la esquina, a cincuenta metros del portal de casa, va variando de forma sin parar. Las diversas aportaciones de los niños del barrio van levantado un monumento parecido a un termitero de esos que decoran la sabana africana. Cuando la pira queme, las llamas subirán hasta el tercer piso de las casas que la circundan. La hoguera de este año será mayúscula. Llamas barrocas se enroscarán como serpientes gigantes en el aire caliente de la noche más corta, mientras miles de estrellas de fuego ascenderán atraídas por la luna y morirán felices en el intento.

En estos días de calor húmedo y con el aliento del recuerdo de mis verbenas infantiles, se hace difícil estudiar. Los exámenes de las últimas asignaturas son farragosos. Lo son tanto como muchos otros, pero estos lo son aún más, porque el final de la carrera de obstáculos está siendo duro y las piernas ya empiezan a colapsarse. Siento la agonía de los maratonianos en el quilómetro treinta y cinco y necesito de la compañía de Bobby McGee y del grito hiriente de mi novia de vinilo, Janis, para superar el muro y ver más allá del patio interior al que se abre la ventana de mi habitación de estudio. Sin ella, sin la salvaje Janis, la luz gris que entra por la ventana acabará por envolverme, y no seré capaz de encontrar el camino correcto entre los farragosos artículos, decretos y leyes de la Legislación Farmacéutica.

Nunca supe estudiar de noche, ni con las inacabables cafeteras, ni con las clandestinas centraminas salidas de la farmacia de la madre de alguno de mis olvidados compañeros de carrera. En esos años dormía bien y mucho. No recuerdo muchas noches insomnes, alguna ocasionalmente, pero las grandes etapas de estudio las recorrí de día. Solo, en la habitación situada enfrente de la cocina del piso en el que vivía. En casa de mis padres.

En esa cocina, la frutera era un gran cuenco de cristal anaranjado, diseñado por un arquitecto escandinavo, en el que cabía perfectamente una piña rodeada de kiwis. El naranja y las frutas resaltaban en el paisaje y proporcionaba al ambiente un aire tropical, lo que demostraba que las contradicciones son posibles, incluso deseables.

Mi madre la colocaba en el centro exacto de una mesa blanca que sintonizaba armónicamente con el color de los armarios y las puertas de los electrodomésticos. Algunos días, cuando mi padre tenía compromisos, nosotros, los demás, organizábamos una comida alrededor de esa mesa. Lo recuerdo como una transgresión. Nunca, en la cocina de la frutera de cerámica, a ninguno de nosotros se le hubiese ocurrido comer en la cocina. Por no haber, no había ni mesa. Ese hábito moderno obligaba a un cierto orden y a que la campana extractora absorbiera con diligencia los humos perfumados de los guisos. Era una cocina más civilizada que la de mi niñez.

Acabé finalmente la carrera. Mi curiosidad juvenil por las ciencias de la vida, la biología y la bioquímica aún era el viento que inflaba mis velas. En esos años navegué suavemente por los meandros del río de la vida que me llevó sin demasiadas brusquedades hasta detrás del mostrador de la farmacia. Viví sin demasiada pasión el abandono de una carrera científica incipiente e incierta y atraqué en una zona relativamente confortable en la que finalmente construí mi realidad profesional.

La imagen de Pedro aparece intermitentemente en la pantalla de mi teléfono que está sobre la mesa del despacho de la farmacia. Estoy a punto de salir para el almuerzo. Me alegra que me llame, aunque su rostro anguloso aparezca iluminado en la pantalla que insiste en recordarme, como un anuncio de neón, el tiempo que ya pasó.

Hace unos meses que Pedro, mi hijo mayor, está trabajando en una industria perfumera en la Provenza. Marchó de casa hace ya tres años, con una beca que le llevó a Düsseldorf a trabajar a una multinacional dedicada a productos de gran consumo. Después de decidir que ese mundo no sería su mundo, se acercó a su cuna mediterránea.

Cuando tenemos oportunidad de conversar noto que está más entrenado que yo a navegar en aguas bravas. Analiza con más rapidez y clarividencia las situaciones y los cambios. Su campo de visión es más amplio que el que yo tenía a su edad y el que he podido alcanzar con los años. Nunca imaginé, cuando le veía estudiar bioquímica, que en seis años estaría trabajando entre cromatógrafos y campos violetas de lavanda.

– ¡Hola! Me alegra oírte. Estaba a punto de salir de la farmacia para ir a comer con tu madre. Hoy no ha tenido que ir a la escuela porque están en exámenes y se ha quedado preparando un arroz de mar y montaña. A ti te gustaba mucho.
– Lo recuerdo. Yo ya he comido. Un sushi muy bueno que preparan en la tienda de la esquina. Son muy efi cientes y en veinte minutos lo tienes en casa.
– Aquí debéis cocinar muy poco ¿no?
– Nada. Por no haber, en el apartamento no hay ni cocina.

Camino con la foto de mi hijo aplastada en la oreja mientras le cuento lo bonitos que están los lirios blancos que han fl orecido en el jardín. Delante de su habitación, donde estudió bioquímica.

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