Un movimiento caótico como el de las burbujas que abruptamente borbotean en el agua hirviendo. Estoy convencido de que el fin del mundo será en un mes de julio y la gente, aunque no sea consciente de ello, lo presiente y se entrena para ese día. Ésa es la razón que se me ocurre para explicar la ansiedad colectiva que invade la ciudad recurrentemente estos días de verano. Si nos atuviéramos a la biología y a la sensatez, deberíamos esperar que las calles estuvieran desiertas y que sus habitantes esperaran el declive del sol abrasador para moverse. En eso, los lagartos van por delante en la escala evolutiva.
El aire acondicionado de la farmacia proporciona a los que estamos trabajando en ella una confortabilidad artificial, y a los que vienen a visitarnos un respiro que todos agradecen sin falta en el mismo instante que cruzan el umbral de la puerta. A pesar de que me siento protegido por el aire enlatado, ya hace un par de horas que el desasosiego me va calando. La planificación de la jornada que empecé ayer deberá concretarse. Se acerca el momento en que deberé salir de la urna refrescante y tendré que moverme en el ambiente pegajoso de la jungla exterior.
La agenda de este mediodía está repleta de gestiones y recados de diversa índole que debo realizar en ubicaciones distantes de la geografía ciudadana. Cumplir con ella será un reto que comportará recorrer bastantes kilómetros y coordinar de forma adecuada las caminatas, el metro y probablemente el taxi.
Una bocanada de aire caliente, como si estuviera frente a la exhalación de un secador enorme, me coloca sin remilgos en la realidad de la ciudad. Cien metros más allá, en la esquina que debo cruzar para llegar a la parada del metro, un joven que no llega a los treinta sale del bar, abre la puerta delantera de un taxi y se pone al volante. Un Mercedes impecable, brillante, amplio. En menos de diez segundos mi planificación se va al garete y, aunque la luz verde no está iluminada, abro la puerta posterior. En sólo otros cinco segundos sé que he tomado la decisión correcta. El aire acondicionado funciona a la perfección, y el aria Nessun Dorma cantada por Pavarotti está a punto de sonar a toda máquina.
– ¿Está libre?
– De aquí cinco minutos lo estaré. Cuando Calaf me regale su do de pecho.
– Disculpe. No quería molestar, pero, ya puestos, ¿me permite acompañarlo estos preciosos minutos? No imaginaba encontrar el paraíso en el asiento posterior de un taxi.
– Gracias por el piropo. No es molestia.
Cierro con tiento la puerta y me acomodo. Se me ocurre algún otro comentario elogioso, pero no oso interrumpir al tenor y opto por el silencio.
Ma il mio mistero è chiuso in me,
Il nome mio nessun saprà!
No, no, sulla tua bocca lo dirò,
Quando la luce splenderà!
Ed il mio bacio scioglierà
il silenzio che ti fa mia!
Todo el mundo de Turandot en diez metros cúbicos a mi alcance, a sólo un metro del caos a ritmo de reggaeton que puedo observar a través de la ventanilla. Me siento protegido.
Vincero!!!! Creo que, aquí en el taxi, yo también seré capaz.
– ¿Podría acompañarme las próximas tres horas? Necesito recorrer la ciudad de arriba abajo y, ahora que lo he probado, me siento incapaz de hacerlo si no es en este remanso de paz.
– Le cobraré sesenta euros por esas tres horas si no salimos del casco urbano.
—Me parece un precio ajustado. No nos moveremos del centro.
—Perfecto. A esta hora siempre estoy aquí, paro en esta esquina y bajo a tomar un cortado en el Neutral. Lo hacen con cariño.
—Es extraño. No habíamos coincidido nunca. Soy del barrio, soy el farmacéutico de la farmacia de ahí, esa, la de la cruz verde, y también me gusta el cortado que prepara Francisco. Con la leche muy caliente y mucha espuma.
—Yo prefiero el de Carmen. ¿Ya les pagan lo que les deben?
Me he dado cuenta de que, desde hace unos años, es una manera bastante habitual de iniciar una conversación cuando el interlocutor se entera de que soy farmacéutico. En el mundo del conflicto de intereses, es cómodo que te sitúen en el bando de los débiles, aunque tengo un cierto reparo en sacar provecho de esa situación.
– El panorama ha mejorado.
Soy intencionadamente escueto.
– Los que ahora están distraídos son ustedes con todo el lío de la economía colaborativa. Algunos de los suyos se han tirado al monte.
– Los sectores regulados son muy sensibles a los cambios. Siempre ha sido así, pero ahora esta sensibilidad se ha exacerbado porque los cambios son vertiginosos. La sociedad se ha hecho más permeable que estos sectores.
– La permeabilidad no siempre es una virtud.
– Cierto, pero la impermeabilidad tampoco.
– Me sorprende. ¿No está en contra de estas nuevas empresas que les hacen la competencia?
– En el fondo, no se trata de estar a favor o en contra de nadie. De lo que se trata es de ofrecer el mejor servicio al mejor precio posible. La regulación de los sectores debe ofrecer garantías adicionales a los clientes, que han de percibirlas como un valor añadido porque, en el momento en que sean percibidas como una protección, serán un lastre cada vez más pesado. Sé que no es una receta mágica, pero creo que es el único camino. Algunos creen en fórmulas mágicas que les van a proteger de las tendencias que mueven los hábitos del cliente, pero la magia no existe. Sólo los dioses pueden estar a salvo.
Casta Diva, che inargenti
Queste sacre antiche piante
A noi volgi il bel sembiante
Senza nube e senza vel.
– Ella podría, pero ella es la diosa de la noche. Yo debo conformarme con mi Mercedes.
– ¿Puede darme una tarjeta, por favor?
Agosto
Lo parece, pero la ciudad no está vacía. Un bloque de mármol ardiente ocupa todo el espacio disponible. La ciudad está invadida por un calor sólido. Los pocos transeúntes que se atreven a abandonar sus refugios lo hacen por los senderos de sombra que aprovechan los resquicios de la roca. La ciudad está sofocada, es un territorio hostil, más de lo que ya lo es de costumbre.
Este es el primer verano desde hace veinte años que Pablo no marcha de vacaciones en agosto. El apartamento de la costa no estará libre hasta el otoño, porque su ex esposa lo ocupará con los hijos de ambos. El divorcio también le ha trastocado sus rutinas veraniegas. Antes, era muy raro que durante el punto más álgido del verano no estuviera con su familia en la playa. No está acostumbrado a una ciudad tan alejada de su zona de confort. Ni la gran oferta cultural, ni la gastronómica, son suficientes para paliar su sentimiento de abandono y desamparo. Está en un páramo.
Atravesar la avenida es un trabajo reservado a los valientes. Mientras la cruza, ve a lo lejos a otro valiente andando con parsimonia. El horizonte de asfalto parece que vibra. Le recuerda la imagen de aquellos vaqueros polvorientos que cruzaban a caballo los eternos desiertos del lejano oeste. Son unos intrusos en un mundo reservado a los cactus y a las serpientes de cascabel. Cabalgan cargados de un oscuro pasado que llevan grabado en su rostro impenetrable.
En un escenario tan hostil, la tendencia natural es desconfiar de los otros. Uno mismo puede llegar a asumir las motivaciones que le han llevado a asumir las penurias de un viaje tan pesado, pero, de los otros, es imposible entenderlo. Sólo cabe la precaución.
La calle tiene una ligera pendiente, su camino hacia la farmacia es cuesta abajo. Al ritmo parsimonioso con el que están andando y con la dirección que llevan van a coincidir a la altura de la puerta.
Está cerrada. Toda la calle lo está.
El paseante se para justo delante del cartel en el que están anunciadas las farmacias más cercanas que están abiertas. Ahora que Pablo lo tiene cerca no parece alguien de quien desconfiar. Sólo alguien que está solo.
– ¿Busca una farmacia abierta?
– Sí. He acabado mi medicación.
– En la esquina, siguiendo la avenida, hay una abierta.
– Gracias. Por suerte no está lejos. Andar en este horno es una aventura.
– En agosto, algunos estamos cerrados algunos días, pero siempre hay alguna cerca.
La cercanía es un concepto importante de la farmacia. Aunque, como en otros muchos casos, lo que entendemos por cerca no es lo mismo que lo que entendíamos hace un par de décadas.
Pablo ve alejarse al paseante mientras sube la puerta y entra en la penumbra que huele a cerrado por vacaciones.