Ayer, al mediodía, en el metro, un señor se me aproxima y dice: «Disculpe, caballero, se parece usted tanto a mi amigo Raúl que quizá lo sea». Desconcertado replico: «Posible amigo, he cambiado tanto que no le reconozco, ¿quién es usted?». Con independencia del desenlace, la anécdota me trasladó al mar de ignorancia que me va anegando y que descubro viene de lejos. Fama, prestigio y mérito debieran estar más ponderados y el mérito primar. Fue un ligero desconcierto que acrecentó mi irritación por a estas alturas del partido (estoy en los penaltis y ya he fallado dos) descubrir a dos ilustres imprescindibles de nuestra cultura, síntesis de las dos culturas, las humanidades y la ciencia. Me refiero a Raymond Roussel (1877-1933) y a Nikola Tesla (1856-1943). El museo Reina Sofía, en la exposición Locus Solus, nos exhibe el fascinante universo de un autor con influencia capital en los movimientos artísticos y literarios de las vanguardias europeas a través de sus personajes turbios y máquinas solteras. Duchamp y su contrapunto Dalí, Ernst, Man Ray, Picabia y otros muchos hasta el cronopio Julio Cortázar, se declaran seguidores de Roussel e influidos de una u otra forma. De él se han dicho cosas tan encantadoras como: «El presidente de la república de los sueños», «El mayor hipnotizador de los tiempos modernos», «Quien huye de la realidad y se refugia en la concepción». También «el ojo pegado al microscopio» y mira por dónde, nunca mejor dicho, de su descripción minuciosa de objetos nimios surgió entero el Nouveau roman capitaneado por Robbe-Grillet. Me irrita este desconocimiento solo en parte abandonado. De un dandy millonario y dadivoso para el arte, sumamente intuitivo y con suficiente desfachatez para en su testamento revelarnos su «especial procedimiento de escritura». Más o menos: Pariente de la rima, se apoya en combinaciones de palabras homófonas y en asociaciones de términos de doble sentido, en frases colocadas sin el menor azar al principio y final del relato en busca del palíndromo y la bifurcación continua de imagen e imaginación. Como su «estatua de ballenas de corsé» o su «gusano tocando la cítara». Más me irrita el desconocimiento del croata Tesla, antípoda mental de Roussel en el sentido de que todas sus disparatadas elucubraciones las convertía en realidades prácticas. Paradigma del inventor genial con nula perspicacia para los negocios, es el inventor de la corriente alterna. ¿Se imagina alguien nuestra civilización sin la corriente alterna? Perdió la «guerra de las corrientes» contra Edison y con la guerra la fama. A Edison sí le conocía, claro. Nicola fue un genio incomprendido pero ahora, más de un siglo después, cuando muchas de sus teorías visionarias sobre la comunicación inalámbrica y el uso responsable de la energía empiezan a conformar nuestra vida cotidiana, renace de sus cenizas aupado por el entusiasmo de (alguna) gente joven. De haber aterrizado últimamente en Bucarest su nombre me sonaría, el aeropuerto se llama Nicola Tesla. Ahora me suena porque en una visita a la editorial Turner me regalaron una autobiografía suya, a su aire, titulada Yo y la energía. Una vida que parece una novela de la mejor ciencia ficción. Le falló el experimento Filadelfia, un método para con la fuerza electromagnética de la gravedad hacer invisible a un barco, pero la leyenda urbana compensó con creces la experiencia pues hay testigos que juran que el barco fue teletransportado a otro lugar. Con el final de la Guerra Fría, y sobre todo con el reforzamiento de la conciencia ecológica, el nombre de Tesla quedó vinculado, además de a la corriente alterna, a la teoría de la conspiración que pretende silenciar que existe una forma gratuita y simple de energía. El ilustre desconocido que me abordó en el metro era nada menos que mi viejo amigo Rafa Castellano, el Ralph Castleman que con 18 años empezó a escribir en La Codorniz la serie de cuentos terroríficos «Tiemble después de haber reído». Nos fuimos a comer a La Favorita, curioso lugar.