Cuando regreso a casa, siempre veo a Francisco sentado en la parada del autobús. Esperance, su cuidadora congolesa, lo deja un rato allí solo, con la promesa de no subir al vehículo que llegue, algo materialmente imposible por otra parte, porque sus piernas apenas le permiten dar ya más que pequeños pasos.
Francisco quiere estar solo. Se conforma con ver acercarse el 32 a la parada, el bus que no hace tanto tiempo le llevaba al centro de la ciudad, aunque ya no le quede más remedio que dejarlo marchar hacia su destino, a un lugar que no volverá a ver jamás, porque su organismo no da más de sí, a pesar de que otros, a sus ochenta y cuatro años, todavía pueden recorrer el camino que él solo puede hacer ya con la mente.
No le importa que sus hijos se enfaden por estar más tiempo en la calle de lo aconsejable, que le recriminen que cualquier día dará un tropezón que acelerará aún más su tránsito a lo desconocido. Él insiste uno y otro día en repetir su ritual, el único que aún realiza a su voluntad. Y no quiere dejar de hacerlo, aunque para ello tenga algún día que dar la razón a sus hijos, tan interesados por su seguridad como ajenos a sus sueños.
Cada día de invierno, como si fuera el último, lo cual cada vez es más probable, Francisco vestirá su ajado abrigo, que fue viejo ya hace muchos años, se tocará con una gorra que parece hecha a retales y saldrá a pasear del brazo de Esperance. Como siempre, llevará zapatos dos tallas superiores a los que solía usar, por culpa de la artrosis que le ha retorcido los dedos de los pies cuales columnas salomónicas.
A pasos cortos, arrastrando los pies, sale cada mañana de casa. Con un esfuerzo ímprobo de su parte y con toda la paciencia que la vida africana le dio a Esperance, lograrán llegar al bar de la plaza. Francisco esperará sentado a que ella le traiga el periódico del quiosco, porque llegar hasta allí sería heroico para él. Desayunarán juntos mientras él resuelve el crucigrama y su compañera recuerda a los hijos que dejó en su Kinshasa natal, de la que tuvo que huir porque los desacuerdos, en un país en el que la vida vale bien poco, son peligrosos. Ni uno ni otro se habrían soñado como compañeros de sus días, pero así es la vida de sorprendente.
Francisco echa de menos sus tertulias en el centro, las que le salvaron de morir de pena cuando su esposa, profesora de instituto como él, falleció al repetírsele el ictus que años atrás la había dejado incapacitada para hablar o para asearse por ella misma.
Apoyado en su bastón, sentado en el banco de las líneas de transporte cuando Esperance lo deja y se va a hacer las compras, Francisco se sumerge en sus pensamientos. La melancolía de su semblante parece evocar aquellos días en los que explicaba diluciones, soluciones y orbitales moleculares, mientras su mujer, en la clase de al lado, relataba a sus alumnos las guerras y batallas que han dado lugar a un mundo conformado a sangre y fuego. Quizá también recuerde otros tiempos más cercanos en los que la llevaba a ver el atardecer otoñal junto a las marismas del río grande, a presenciar juntos y en silencio ese ir y venir de aves surcando el cielo. Aquel coche cuya chapa mostraba el paso del tiempo, no tanto por sus años como por las torpezas de la edad, tampoco existe ya, porque después de pasear junto a la mujer de su vida no quedó a nadie con quien pasear.
Francisco espera un autobús al que no podrá subirse. Hay un tiempo que nunca volverá, pero que cada mañana lo hace presente en ese velatorio que hace de sí mismo y de sus recuerdos. En la parada del 32.