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A primera vista, no parece que haya mucha relación entre la pintura y la farmacia, y sin embargo están íntimamente relacionadas. En la Edad Media, y en muchos países también en siglos posteriores, funcionaban del mismo modo: eran actividades artesanales, efectuadas por maestros que disponían de un taller o de una botica, que estaban organizados gremialmente.

No podían ejercer la profesión al margen de su gremio y, para ser aprobados, precisaban un largo periodo de aprendizaje al lado de un maestro hasta que superaban un examen ante el gremio y podían abrir su taller o botica. Si el pintor no permanecía fijo en un lugar y llevaba una vida itinerante, debía ser aceptado por el gremio de la ciudad donde se instalaba y allí, como no disponía de taller propio, se le aceptaba si colaboraba con pintores que formasen parte del gremio de pintores de la ciudad. Así le sucedió a Bartolomé Bermejo, quizás el mejor pintor español de influencia flamenca del cuatrocientos. Se ha especulado con que sus orígenes judíos lo obligaron a trasladarse de ciudad en ciudad y a carecer de taller propio. Bermejo llegaba a una ciudad para trabajar, y el gremio de pintores lo obligaba a pintar sus cuadros ayudado por mediocres pintores locales. Cuando la obra era un tríptico, Bermejo pintaba la parte central y de los dos laterales se encargaban pintores locales, menos expertos. El resultado fueron cuadros desiguales, en los que contrasta la maestría de Bermejo con la mediocridad de los pintores locales.

Además de la organización gremial, pintores y boticarios compartían el uso de pigmentos, unos para colorear sus cuadros, otros para confeccionar sus fórmulas. El lapislázuli, el pigmento azul más caro (hasta tal punto que pocos pintores podían pagarlo y utilizarlo), formaba parte de algunas fórmulas elaboradas por los boticarios. En las boticas se vendían los pigmentos y los pintores acudían a ella para comprarlos a los farmacéuticos de la época. Las farmacias fueron durante siglos los suministradores de los pintores, y en algunas ocasiones el gremio englobaba a ambos profesionales, pues los dos estaban especializados en el uso de pigmentos.

Todavía no se ha concedido la necesaria importancia a la influencia de los pigmentos en la historia del arte. Hay contratos en los que el comitente especifica los pigmentos que deberá utilizar el pintor, la cantidad a emplear, y en los que se indica el modo de evitar las falsificaciones. Como en el caso de la farmacia, había que prevenir que el pintor emplease pigmentos de calidad inferior para aumentar su margen de beneficio. Téngase en cuenta que era habitual que el pintor de cuadros cobrase por horas de trabajo y por el coste de los materiales empleados, como actualmente los pintores de brocha gorda. Por ello era necesario evitar que regatease en la calidad de los materiales empleados. Sólo los pintores de la máxima categoría, como El Veronés o Tiziano, podían prescindir de la preocupación del coste de sus pigmentos y utilizar los mejores, porque sus honorarios eran muy elevados. También era preciso inspeccionar las boticas para comprobar que los boticarios empleaban los materiales recetados por los médicos, y que no utilizaban ingredientes más baratos.

La farmacia estuvo condicionada por los materiales de que disponía para confeccionar sus remedios, y de la tecnología para elaborarlos. Igual que los pintores, cuyos colores dependieron primero de los pigmentos naturales, muy reducidos en número, y actualmente de la inagotable serie de pigmentos sintéticos. Un ejemplo: se atribuye el colorido de los cuadros impresionistas al genio de sus pintores, pero se omite que los emplearon porque la química puso a su disposición colores antes inexistentes. El fulgor de los cuadros impresionistas y fauvistas surgió porque los químicos pusieron a disposición de los pintores colores antes inimaginables, del mismo modo que la química sintética renovó y enriqueció la farmacia.

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