Hay muchos detalles que identificamos con una Navidad que ya se aleja. Uno de ellos es la lotería. Y, como en otras loterías, se produce un hecho irracional que tratamos de meter en el saco de la lógica (esgrimiendo incluso datos estadísticos). Todas las bolas que se introducen en el bombo tienen el mismo peso, tamaño y, por ende, las mismas posibilidades. Sin embargo, nos resistimos a escoger números como el cero, cuando en verdad cumple todos los requisitos y es tan válido como cualquier otro.
En el mundo de la salud sucede algo similar. Recuerdo un curso sobre curas en el que un enfermero explicaba que, en urgencias, el accidentado suele demandar cuidados aparatosos. Hay que escayolar, embadurnar bien con povidona, hacer radiografías y analíticas a porrillo... El enfermero se lamentaba asegurando que, aunque no se precisen medidas adicionales, limpiar una herida con suero fisiológico y poco más supone una afrenta al pobre accidentado, minimizar su vivencia, ningunear su estima... En estos casos, el paciente se va a casa albergando serias dudas sobre la profesionalidad del sanitario, aunque ésta fuera la actuación más correcta, manuales en mano.
Lo mismo ocurre con un médico que receta un caldo casero acompañado de cama y reposo, en vez del medicamento más moderno que cura en un santiamén. Aunque los resultados sean satisfactorios, siempre quedará esa duda en el enfermo. Y a la postre el paciente puede acabar viendo al médico como un profesional que ha escatimado recursos para el cuidado de su salud.
Y qué decir del farmacéutico que te ofrece sólo medidas higiénico-sanitarias cuando uno acude a la farmacia en busca de soluciones. Bueno, en este caso, si el consejo funciona el farmacéutico está mejor valorado. A fin de cuentas, el paciente se ha ahorrado un gasto de su propio bolsillo y encima ha conseguido el resultado deseado...
Al igual que sucede con los número de la lotería, tanto la actuación más compleja como la más sencilla son igual de profesionales. Sin embargo, la experiencia nos dice que el ciudadano tiende a valorar mejor la más compleja.
Llegados a este punto, podemos hacer dos conjuntos homogéneos (dos palabras escogidas muy poco al azar...). Médicos y enfermeros por un lado. Farmacéuticos y niños de San Ildefonso por otro. En el primer grupo, ambos profesionales sanitarios cobrarán un sueldo a final de mes por hacer bien su trabajo, independientemente de si han elegido la opción más cara o la más barata. El segundo grupo necesitará algo más para llegar a final de mes. Si el farmacéutico no vende, no cobra honorarios por su trabajo, aunque solucione los problemas de salud que se le planteen en su farmacia. Los niños de San Ildefonso no tendrán propina del agradecido agraciado si no cantan un buen premio, por muchas series que hayan cantado a lo largo de esa mañana de ilusiones.
Si enfermeros, médicos y farmacéuticos son profesionales de la salud, ¿por qué a estos últimos se les trata como a los niños de San Ildefonso? Urge reconocer la labor del farmacéutico en materia de salud, independientemente de aspectos como unidades vendidas o, en cualquier caso, buscando un equilibrio razonable entre ambas. Tanto por el prestigio de la profesión, como por la viabilidad económica de un sistema basado en la capilaridad. Una capilaridad, en el caso de la farmacia, unida inexorablemente a una precariedad cada vez más acuciante.
Y para hacerlo no es suficiente con un aplauso tras cada serie cantada. Como dirían los niños de San Ildefonso: «Esto haaaaay queeeeee cambiaaaarloooo».