Érase una vez un equipo de investigación referente en el mundo mundial en enfermedades cardiovasculares, con multitud de publicaciones científicas en revistas de la más alta indexación, que diseñó una nueva cirugía cardiaca que iba a revolucionar las intervenciones quirúrgicas en este órgano tan fundamental.
Ilusionados con un proyecto tan ambicioso, que definitivamente les iba a situar a la cabeza de la investigación planetaria en enfermedades del corazón, soñando con un Premio Nobel que cada vez sentían más cerca, los jefes del proyecto reclutaron a los mejores expedientes del último año de las facultades de Medicina del país y les encargaron convertirse en ejecutores del proyecto. Diseñaron bien el protocolo de investigación, evaluaron la cantidad necesaria de pacientes por brazo de investigación, elucubraron las «p», los NNT, las posibles pérdidas; lo hicieron todo con prudencia, pues deseaban que el trabajo fuera estadísticamente significativo y clínicamente relevante.
Con mucha ilusión, prepararon a los recién formados, a los más destacados. Les instruyeron con el protocolo de investigación e iniciaron el proyecto. Al poco tiempo, todo se vino abajo. Una elevada mortalidad apareció en el brazo de intervención del proyecto. Demostraron científicamente que aquel nuevo procedimiento de cirugía cardiaca resultaba ser peligrosísimo para los pacientes y tuvieron que descartarlo, además de responder por los daños causados. No habían caído en que les había fallado algo esencial, y no era el protocolo sino los investigadores. Porque para demostrar los beneficios de una intervención, los investigadores deben ser profesionales experimentados.
Obviamente, nada de lo que he relatado ha sucedido, ni tiene nada que ver con el reciente ensayo clínico de Francia. Este cuento me sirve para relatar lo que en mi opinión está sucediendo con la investigación en seguimiento farmacoterapéutico. Porque, si no hay experiencia clínica en los investigadores que aplican los protocolos, los resultados del eventual beneficio de estas novedosas prácticas asistenciales jamás serán fiables.
El seguimiento farmacoterapéutico, como tecnología sanitaria que trabaja con pacientes, necesita de la experiencia clínica de los profesionales que la ejercen, y ésta sólo se adquiere con ellos y con profesionales con experiencia que enseñen a quienes no la tienen. Si cualquiera de ustedes tuviera que elegir para que les operase de corazón entre el médico con mejor expediente académico y el más experimentado, no dudarían, escogerían al segundo. Y en España, el círculo vicioso que hace que el seguimiento farmacoterapéutico no termine de explotar (en el buen sentido) se origina en la falta de experiencia clínica de quienes tratan de demostrar su eficiencia. Por eso, tal vez haya universidades que superen la centena de tesis doctorales en la materia, pero difícilmente conseguirán algo por esa vía. Y, por favor, no vuelvan a matar al mensajero.
La enseñanza del seguimiento farmacoterapéutico sólo puede ser clínica en su esencia fundamental. No hay otro secreto, no hay otro camino. Así se ha conseguido en los países en los que se ha obtenido su reconocimiento. Lo contrario será marear la perdiz, y persistir en ese camino dejará de ser tozudez, para convertirse en interés personal.
De ahí que enseñanzas como las que viene haciendo la Universidad San Jorge de Zaragoza sean esperanzadoras. Acercar pacientes a los alumnos es querer cambiar el presente y apostar por el futuro.