Entre plato y plato, villancico y villancico, Rubén me entrega copia de su trabajo recién publicado en Arbor, Ciencia, Pensamiento y Cultura, la revista del CSIC. Habla de la palabra España y uno se sorprende de que novedades tan viejas puedan seguir de actualidad. Me va desgranando las perlas de su tesis. El vocablo nación, como concepto unitario aplicado a los habitantes de la Península e Islas Baleares, se empleó desde finales de la Edad Media. En la segunda mitad del siglo XV, el corregidor de Toledo don Gómez Manrique, tío del poeta Jorge Manrique, en su Regimiento de Príncipes, libro que dedicó a los Reyes Católicos, llamó «Señor de nuestra nación» a don Rodrigo, el último rey godo que «perdió todas las Españas». En toda esa mediana edad hay múltiples testimonios del sentimiento, entre el común de la gente, de pertenecer a un viejo país llamado España y así se cita a ésta por su nombre en las obras literarias desde el Poema del Mio Cid al Libro del Buen Amor. Y desde bastante más temprana edad. La realidad geográfica e histórica llamada España arranca de la dominación romana, cuyos escritores e historiadores de otras partes del Imperio llamaban «hispanus» al habitante o al oriundo de Hispania, topónimo de origen fenicio. La misma península que los griegos llamaron Iberia por el río Iber, hoy Ebro. El gentilicio «español», de origen provenzal, está registrado desde fines del siglo XI y designaba a los habitantes de los reinos cristianos de la Península, que ya desde hacía mucho tenían un algo particular en su habla. Dice el romano Aulo Gelio en sus Noches Áticas: «Se le reconocía como hispano por su acento» y «Había traído de Hispania una declamación gritona, una facundia furiosa y disputante». Bueno, ahora los mexicanos dicen que hablamos «golpeado». Y de entonces no es mala característica literaria la que hacen de los hispanos Séneca y Marcial: «Escribía en primera persona, refería obscenidades y hablaba de sí mismo». Durante el reinado de Isabel y Fernando, Antonio de Nebrija (que era de Lebrija) compuso la primera Gramática Castellana (1492) y también un Vocabulario latino-español, al que siguió otro español-latino, y un libro de temas arqueológicos: Antigüedades de España (1499). Nada tiene de particular, pues, que Colón llamara La Española a la isla que luego se conocería por Santo Domingo. Y que Hernán Cortés, antes de iniciar el asedio de México/Tenochtitlán, solicitara de Carlos I la designación de Nueva España para el país que se proponía conquistar. Perlas y más perlas sobre las que se han suscitado las más agrias y absurdas polémicas, tanto más absurdas cuanto más próximas en el tiempo a esta comida, ya en los postres, en el literario Gijón. A la sidra el cogote de merluza, faltaría más. Entre tanto recitar dos citas que desconocía. A mediados del siglo XVI, Luis de Camoens, quien también compuso en castellano poemas y fragmentos de algunas comedias, en el canto primero de Os Lusiadas llama a los portugueses «una gente fortísima de España». En el siglo XIX el poeta épico Jacint Verdaguer cantó La batalla de Lepant conducida por el castellano Juan de Austria y por su lugarteniente general Lluís de Requesens: «!Naus d´Espanya, sempre avant!». Es curioso que un recopilatorio de estas características siga estando tan de actualidad como para que una revista como Arbor se lo solicite a un especialista como Rubén Caba, hombre de letras, filólogo correcaminos y buen amigo mío. Si no le conocen síganle la pista por sus Ruta serrana del Arcipreste (el de Hita) y La odisea de Cabeza de Vaca, pueden leerlos y caminarlos. Los de la zambomba nos invitan a Belén con los pastores y uno les agradece su ingenuo entusiasmo de Navidad.