La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
(…)
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Al gran poeta argentino no le hizo falta cegarse para pensar con más claridad, lo cegó el tiempo, la vida, y nos regaló este luminoso poema, que ofrece un último consuelo a los viejos.
Otro gran poeta, William Butler Yeats, escribió ¿Por qué los viejos no deberían enloquecer?, uno de sus mejores poemas, si no el mejor:
¿Por qué los viejos no deberían enloquecer?
Hay quien ha visto a un joven prometedor
que tenía un firme pulso para pescar con caña
volverse un periodista borracho;
a una muchacha que se sabía todo Dante
acabar dándole hijos a un imbécil;
a una Helena que soñaba con el bienestar social
subirse a una vagoneta a gritar.
Algunos creen que es normal que el destino
mate de hambre a los buenos y ayude a los malos.
(…)
Los jóvenes no saben nada de esto,
los viejos observadores bien lo saben;
y cuando saben lo que cuentan los viejos libros,
y que no hay nada más que rascar,
saben por qué un viejo debería enloquecer.
No hay mucho más que añadir, pero escribo este artículo en abril y acude a mi memoria el poema de Eliot sobre las falsas promesas que alienta la primavera, El entierro de los muertos:
Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
(…)
Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín
¿ha empezado ya a germinar?
¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!