Leo en la revista Hoyesarte un artículo sobre Oliver Sacks firmado por el farmacéutico Pepe González Núñez, y me quedo enganchada. Un neurólogo, divulgador científico y escritor que falleció hace un lustro dejando escritos más de cien libros sobre el funcionamiento del cerebro.
De toda su obra, Despertares es el título más conocido, quizá porque fue llevado al cine. Una historia extraordinaria sobre las consecuencias de la epidemia de encefalitis letárgica. La enfermedad se presentó cuando la neurología estaba dando sus primeros pasos, entre 1917 y 1928. Ya Hipócrates había descrito un cuadro parecido al que denominó lethargus, con síntomas de fiebre, temblores, debilidad física, siempre con conservación de la conciencia, que afectaba a individuos mayores de 25 años en épocas frías y podía ocasionar la muerte por pulmonía.
En 1917, las cifras de afectados comienzan a ser inquietantes. Tras observar algunos casos en una clínica psiquiátrica, el barón austriaco Constantin von Economo describió un cuadro con aspectos clínicos y patológicos que lleva su nombre, y afirmó que la enfermedad no era nueva.
Se confirman los síntomas ya conocidos, a los que se agregan parálisis facial y oculomotora, trastornos de conciencia, imperiosa necesidad de dormir y algunos síntomas similares a los de la enfermedad de Parkinson, como mioclonías generalizadas.
Avanza por toda Europa y, a partir de 1920, por el mundo entero. Para entonces, a los movimientos oculares anómalos se agregan rigidez de nuca y trastornos de conducta.
La enfermedad sigue su curso, y algunos pacientes sufren una parálisis generalizada. En 1928, desaparece repentinamente. Quizá porque es una enfermedad rara para una medicina de criterios estrechos, así que fue olvidada y desapareció de forma misteriosa.
En la década de 1960, entra en escena Oliver Sacks, que trabaja en un hospital de Nueva York donde están ingresados 80 pacientes que sobrevivieron a la encefalitis letárgica. Llevan años ingresados allí, como zombis. Algunos parecen congelados o estatuas de cera, clavados en el suelo, sin movimiento.
En algunas entrevistas Sacks hablaba de su niñez, recordando un internado en el que estuvo estudiando y la sensación que sentía de confinamiento e impotencia, pues deseaba movimiento, estar en continuo movimiento, porque eso le daba poder. Y ahora en ese hospital se encuentra de pronto con pacientes que no se mueven. Pasa a la acción con un tratamiento novedoso.
Sacks les trató con L-dopa, precursor de la dopamina. Los pacientes comenzaron a «despertar», recuperándose, pasando poco a poco del estupor a la salud y, en algunos casos, al frenesí. Al retirarles la medicación, sin embargo, volvían a su estado anterior.
Sacks relató esas historias destacando al individuo y su dolor, su vivencia de la enfermedad, dado que eran conscientes de lo que les pasaba.
En palabras del eminente neurólogo, «al examinar la enfermedad, obtenemos sabiduría sobre anatomía, fisiología y biología. Al examinar a la persona enferma, obtenemos sabiduría sobre la vida».
Este singular hombre vivió muy deprisa para poder acabar todo lo que hizo. Un melanoma ocular con metástasis en el hígado acabó con su vida. En su libro de memorias podemos leer: «Por la noche cambia su bata blanca por un traje de cuero de motorista y anónimo, y, como un lobo, pisa el acelerador por la carretera iluminada por la luna».