Es un titular claramente machista y del todo carpetovetónico –que no sé muy bien lo que puede llegar a significar–, pero en estos tiempos en que todo ha de ser políticamente correcto, está claro que Alemania, con toda su fama de exigencia y de locomotora europea, se ha quedado sin huevos.
La culpable, para algunos medios de comunicación claramente escorados, es Angela Merkel, esa dirigente rigurosa que tanto impone a los demás para preservar la solidez de la moneda común y a la que parece costarle demasiado una simple sonrisa. Sea como fuere, Alemania se ha quedado sin huevos y, ante la gravedad de la situación, se buscan soluciones y responsabilidades para recuperar la normalidad.
La opulenta sociedad occidental se maneja en unos parámetros garantistas que impiden, entre otras cosas, los desmanes o fraudes que puedan poner en peligro la salud de sus ciudadanos. Ya nos pasó con el problema de las vacas locas –aquí me vienen a la memoria las incomprensibles actuaciones de Celia Villalobos y me ratifico en la falta de suerte o acierto en los nombramientos para la cartera de Sanidad de nuestros sucesivos presidentes de gobierno– y antes, en España, con el aceite de colza desnaturalizado.
Parece que el riesgo de la presencia de dioxinas en los huevos alemanes no es excesivo, pero está claro que en el campo de la producción agrícola y del control veterinario queda mucho por hacer y que las campañas para evitar la utilización de sustancias prohibidas dejan mucho que desear: 150.000 toneladas de pienso a la basura y casi 5.000 granjas cerradas son cifras apabullantes, que señalan que algo no está marchando como debiera.
Con las vacas locas llamó la atención la desesperada llamada de socorro de los países hambrientos. Mándennos aquí todo el ganado que les sobre o vayan a sacrificar inútilmente; tenemos hambre. Da la sensación de que, ahora, volvería a pasar lo mismo.
Este es un mundo con agrios contrastes. Las poblaciones más desfavorecidas consumirían sin problemas los huevos alemanes porque es peor morir de inanición y de forma casi inmediata. A esto no le ponemos remedio porque no terminamos de sentirnos afectados, aunque no parezca demasiado razonable.
En la emergente China murieron hace un par de años muchos recién nacidos por ser alimentados con leches blanqueadas con productos tóxicos en su fabricación. Aquí sí hubo responsables que pagaron el delito, incluso con su propia vida. Además, los propios chinos –repartidos capilarmente por todo el orbe– se han dedicado a buscar envases de leche de fabricación europea para enviarlos a su tierra. Como en tantos otros sitios, han buscado la solución fuera de sus fronteras. En las farmacias españolas nos han pedido información sobre precios para hacer envíos masivos a tan largos desplazamientos y doy por hecho que algunos fabricantes habrán negociado directamente y alcanzado acuerdos beneficiosos para ambas partes.
La decadente Europa se queda ahora sin huevos en el carburador de su motor. Los demás países, solidarios como casi siempre, no se dan por enterados excepto aquellos que, por su cercanía, ven una insospechada posibilidad de negocio, un hueco abierto en el que introducir su género excedente.
No sé si se trata de otro mal inherente al capitalismo, si tenemos solución como especie o si esto no es más que un mal menor o una anécdota con su pequeña dosis de acíbar. Esta vez, lo que está claro es que Alemania se ha quedado sin huevos, pero que los españoles –conciudadanos de la Unión Europea– ni nos sentimos afectados ni ofrecemos nuestras ancestrales posibilidades machistas en la materia.
Tampoco la Merkel nos iba a creer demasiado. Supongo.