Una adivinanza demasiado obvia: «Soy el que jamás se cansa y va y viene sin cesar. Nunca me puedo secar y jamás te aburre mi danza. En presencia o añoranza, tú siempre me vas a amar». Y una perplejidad que me agobia desde hace muchos años, con tantos kilómetros de costa a lo largo de islas y Península, y habiéndose sucedido las oleadas de novela gótica, novela histórica, novela policiaca, todo tipo de novelas, seguimos sin tener apenas títulos referidos al mar, casi un vacío desde Los pilotos de altura, de Baroja.
El mar, siempre la mar, es uno de mis espejismos reincidentes que sin duda no comenzó con su descubrimiento, sino con el momento de privilegio de sentirme rodeado por la mar en mis 360 grados, alrededor y sobre la cubierta de un nada romántico petrolero. De ahí, quién lo iba a decir, a los versos de Baudelaire: «¡Hombre libre, tú siempre amarás al mar! / El mar es el espejo en el que tu ser se mira. / En la onda que hacia lo infinito se estira / y de ese amargo abismo tu alma está a la par». A los anfibológicos versos de Miguel Hernández: «El mar también elige puertos donde reír, / como los marineros. / El mar de los que son. / El mar también elige puertos donde morir. / Como los marineros. / El mar de los que fueron». O a la sentencia escéptica de Borges: «El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar». Y de aquí a una confidencia que nunca hice pública, mínimo enigma. En la entradilla de mi novela La mar es mala mujer, escribo la cita del poema «Mar», en versión de Jorge Luis Borges: «El mar es el Lucifer de la luz / cuando mala mujer la mar es cruz / el cielo caído por querer ser su luz». Sabiendo de la antipatía del divino ciego por Federico, siempre me extrañó, aunque no agobió, el que ningún crítico me preguntara por el origen de tal versión. Me hubiese encantado explicarle que la cita es falsa, la versión es mía.
Todo este largo pórtico para anunciarles la presencia de dos novelas marineras simultáneas que tendré el placer de presentar en breve y que, ya puestos, adelanto aquí su existencia: La historia del capitán Izaguirre, de Antonio Vicario, en Ediciones Ulzama, e Índigo mar, de Ignacio del Valle, en la Editorial Pez de Plata. La primera es un sobrecogedor relato de un capitán de altura que bien hubiera podido ser colega de quien se deslizaba por el laberinto de las sirenas. Izaguirre era un vasco decidido y valiente, y el capítulo del abordaje pirata supera en suspensión de la duda al suspense del Espaniola hacia la isla del tesoro, tanto como el desenlace entre azar y necesidad. La segunda es un salto en la narrativa realista y políticamente incorrecta del autor (recuerden su film Silencio en la nieve) para adentrarse en el delirio de una isla en invierno, una galerna amenazante sobre la que se deslizan panteras que hablan en idiomas incomprensibles y aguas que recorren galerías subterráneas en busca del horizonte. La realidad no siempre es verosímil.
Dos relatos muy diferentes que se acogen al aserto de Joseph Conrad: «Nada más seductor y esclavizante que la vida en el mar». Nada tan confortable como sentir el escalofrío de esa aventura de vientos y mareas leyendo cómodamente en casa. La adivinanza inicial es obvia, y como no es develar ningún misterio suelo terminarla con un «en la añoranza tú siempre te vas al mar».