Hay cierta unanimidad entre los críticos de arte en que Marcel Duchamp (1887-1968) es el artista más importante del siglo XX. Su obra cumbre, la famosa Fuente, un urinario expuesto sobre su base sin otra modificación que el añadido de una firma y que se presentó como obra de arte, es para muchos críticos la obra más influyente del siglo.
A partir de ese urinario convertido en una obra de arte, éste se liberó de todas sus ataduras y se convirtió en cualquier cosa que un artista presentase como tal. Después del urinario de Duchamp no sólo todo está permitido, sino que se alienta cualquier tipo de provocación y singularidad, de extravagancia y desafío. Sin Duchamp, jamás hubiera podido exponerse la Merda d’artista, los botes en los que Piero Manzoni depositó sus heces en la Galleria Pescetto, de Albissola Marina, el 12 de agosto de 1961, quizá la única obra de arte conceptual capaz de competir en descaro con el urinario de Duchamp. Eran 90 latas cilíndricas con un contenido neto de 30 gramos de la mierda de Manzoni. Se vendieron al equivalente del precio por aquel entonces de 30 gramos de oro. Poca cosa, comparada con los más de 91 millones de dólares que se pagaron en mayo de 2019 por Rabbit, de Jeff Koons, un conejo metálico gigante. O los 77 millones de dólares que alcanzó la obra de Damien Hirst Fort the Love of God, una calavera humana realizada en platino en la que Hirst incrustó 861 diamantes. El arte conceptual, según el cual la idea es superior a la forma, constituye una curiosa forma de apoteosis y suicidio del arte, evidente en el desinterés del público general por las obras contemporáneas, a no ser que se conviertan en espectáculo mediático.
Andy Warhol dio el pistoletazo de salida al declarar que él jamás compraría un cuadro por un millón de dólares, porque era más bonito colgar en la pared el millón de dólares que el cuadro que los había costado. Fue también el precursor del artista que se atribuye las obras de un taller en el que trabajan docenas de personas, que son las responsables de toda la producción y en muchos casos también de la concepción de las obras que surgen del taller. Algo que entra en disputa frontal con la tradición artística, que sólo concede valor máximo a una obra si se confirma la autoría personal del autor, que la realizó él personalmente, sin ayuda del taller. Esta innovación libera al artista de la acusación de plagio, pues el propio artista admite que copia y roba cuanto se le antoja, que se apropia de cuanto le apetece y que tiene derecho a hacerlo. Muchas de las obras de Hirst y Koons son plagios de obras de otros autores que han pleiteado contra ellos, pero eso no ha ido en detrimento su fama, antes al contrario, puesto que la obra ya nada vale por sí misma y sólo cuenta la capacidad del artista en convertir cualquier cosa, propia o ajena, en un objeto capaz de circular con éxito por las galerías y subastas.
La Fuente de Duchamp fue una apropiación indebida, pues hace años que se sabe, por una carta del propio Duchamp, que es obra de la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, conocida como la baronesa Dadá, quien envió el urinario a Duchamp para que lo expusiese con la firma de Richard Mutt. Duchamp lo hizo, y todo el mundo le atribuyó la genialidad de presentar un urinario como una obra de arte y se olvidó de la baronesa Dadá. El auténtico urinario se extravió, y todos los urinarios de Duchamp que se exhiben pomposamente en los museos de arte son encargos posteriores que Duchamp realizó a una fábrica de urinarios para venderlos a buen precio. Con los valores del pasado, este hecho invalidaría la obra de Duchamp, pero con los del arte conceptual sucede lo contrario: el valor aumenta si a la inanidad de la obra se añade el mérito adicional de la controversia y el escándalo, el engaño y el plagio.