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  • El San Sebastián de Savater

El prólogo es un epílogo que se coloca al principio para ejecutar al autor, algo así dijo el cínico de Pitigrille, pero en esta ocasión es en casi sentido estricto lo que dijo Shakespeare: «el pasado es el prólogo». Así es el que he escrito con entusiasmo para esta segunda edición de San Sebastián (Confluencias Editorial) de Fernando Savater, a la distancia sideral de unos 30 años de la primera en Destino.

Una ciudad no existe si su nombre no es memoria de una infancia o rostro de una mujer, y en Fernando coinciden las dos circunstancias. Veámosla en tenues colores como heraldos de una elegancia sobria y contenida, por razonable afrancesada. Geométricas calles de edificios armónicos, proporcionados, a escala humana, para pasear sin urgencias estériles; arquitectura de los felices años veinte, modernista, con las espadañas laicas de los templetes en barroco contraste con la sobriedad del urbanismo. La apoteosis del hierro forjado en farolas de ensueño y barandillas de orfebre compitiendo con el lujo de los tamarindos. No una ciudad afrancesada, sino razonable. Antes. De cuando era le critérium des élegances et des plaisirs y hasta los bilbaínos sugerían prudencia con Donostia porque «allí el más tonto toca el piano y sabe francés». A Fernando Savater, cuando habla de San Sebastián como su ciudad natal, inevitablemente se le cuelan memoria y rostro. Su libro no es guía turística ni ficción literaria, sino un doble y superpuesto palimpsesto de la memoria: en el de la primera edición, los recuerdos de un adulto que no toma apuntes pero no olvida sensaciones, y en el de esta segunda las caricias o arañazos de las notas a pie de página de un veterano sobre aquello que, en la anterior ocasión, era futuro impredecible. Y tan impredecible. Memoria personal e intransferible de la infancia recuperada, las criaturas del aire y los misterios gozosos de a saber qué rosario. Como siempre con una prosa impecable y un pensamiento lúcido en donde la ironía y la paradoja tienen asiento reservado. Entre tantos detalles el de esas pintadas con K, las más inocuas las de «karga y deskarga». Y entre los rótulos el de «botika». Insiste Fernando en lo de una ciudad paseable y en una de sus queridas variantes del paseo donostiarra, la de bajo el sirimiri y por la playa. Confiesa: «Yo he bajado muchas veces a La Concha con el chubasquero sobre el bañador y me he dejado besar con delicia por las dos aguas, la de la lluvia y la del mar». Fugaces instantes de felicidad eterna en paseos crepusculares esperando con la puesta de sol la tan infrecuente deflagración del rayo verde. Yo he visto el rayo verde desde la playa de la Zurriola, desde mi estudio, ya lo conté en otra tertulia. Eric Rohmer lo buscó desesperado por medio mundo para, con su imagen, concluir su película El rayo verde, y fue en Biarritz, en donde estaba rodando, en donde dio con él: puede que esta esquina del Cantábrico, a pesar de los pesares, sea propicia a la esperanza: el rayo verde concede un deseo a quien lo contempla. Los días de humo e incuria apenas aparecen, pues no es éste el texto adecuado, por mi parte sólo apuntar cómo San Sebastián se convirtió en la ciudad europea con más escoltas por metro cuadrado, y cómo Savater tenía que pasear rodeado por seis guardaespaldas. No renunció a pasear por su ciudad, para él seguía siendo tan querida, paseable y hermosa como de costumbre, aunque algo más sucia, tan embadurnada por el miedo y con tantos autobuses calcinados. Ahora escampa, veremos. Él sigue paseando. Este San Sebastián es la memoria de un niño que corre hacia la barquillera que le ofrece el rico parisién. ¿No es acaso toda nostalgia una forma melancólica de optimismo?, nos pregunta alguien que de casi niño traducía a Ciorán.

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