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  • El metro de platino iridiado

«Término municipal de Linares, prohibida la mendicidad y la blasfemia.» Es un rótulo de posguerra, había más, «prohibido blasfemar sin motivo», «prohibido cantar mal y bien», «prohibido escupir en las paredes», «prohibido hacer aguas mayores y menores», prohibido era la palabra recurrente, lo de «prohibido prohibir» es de hace nada y ya del siglo pasado. El recuerdo de ahora mismo al que quiero referirme es de este verano y se refiere a la mendicidad, todos esos pobres cubriendo las esquinas de las calles céntricas de Madrid, todos recubriéndose con historias lacrimógenas, todos necesitados de una limosna más allá de la caridad, todo muy España negra, y de pronto, entre los habituales asaltantes de vagones de metro, un rayo de luz. Un joven con aspecto de estudiante y de estar bien alimentado, con ropa deportiva y una sonrisa de amanecer, va y nos dice:

– Señoras y señores, préstenme atención y no se alarmen, esto no es un atraco. Tampoco es lo que parece, no estoy pidiendo limosna. Estoy en el paro desde hace un montón de años y mi situación en este momento es desesperada. A pesar de vivir en un reino no hay trabajo para los linajistas y yo no sé hacer otra cosa. No les pido para comer, lo mío es mucho más grave. Vivo en casa de mis padres, me tratan bien y las necesidades básicas, ropa incluida, pueden comprobarlo, las tengo cubiertas. Pero no tengo dinero de bolsillo, no podría ni invitarles a un café. Mi problema es gravísimo e inmediato. Mi novia se va de viaje, un crucero de vacaciones, se va a dar la vuelta al mundo en el transatlántico Queen Elizabeth IV y quiere que la acompañe. Me amenaza con que, si no la acompaño, antes de La Valetta me pone los cuernos y me deja para siempre. Lo de los cuernos podría soportarlo, pero el que me deje acabaría conmigo, estoy enamoradísimo. Si no consigo un pasaje la pierdo, estoy seguro porque siempre cumple su palabra. El pasaje es en turista, que conste, no estoy pidiendo ninguna gollería. Ustedes no pueden resolver el problema laboral de más de dos millones de inmigrantes ilegales ni el del hambre en Eritrea, pero cada uno de ustedes sí puede hacer feliz a un ser humano muy concreto, a quien les está hablando, y qué mayor bien se puede hacer en este mundo comparable al de regalar felicidad. Por cinco módicos euros no encontrarán mayor satisfacción ni en las rebajas de enero. Por favor, no sean tímidos, disfruten del placer de la generosidad y háganme feliz. Son cinco euros, damas y caballeros.

Un discurso brillante y una colecta relativamente jugosa. En un aparte le ofrecí diez euros si me decía la verdad sobre la razón de su perorata, me replicó que la verdad siempre es más cara que la felicidad y no me quedó más remedio que pagarle quince. Va y me dice:
– No soy linajista sino vexilólogo, pero por si acaso estudio derecho y de momento no puedo quejarme. Es una apuesta y la acabo de ganar.

Lejos de la crónica social el tipo me pareció tan brillante como su discurso, ambos tan lejos de aquellos rótulos de posguerra como lo está la definición del metro, el metro de medir, antes era la longitud de una barra de platino iridiado y hoy es una potencia de la longitud de onda de un átomo de cesio incandescente, algo así. Torcí el gesto por no engallarle más, pero la verdad es que me alegró la tarde.

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