El horizonte se difumina en un continuo de nubes y el viento pronostica galerna, un paisaje que nos desmaya el ánimo en melancolías varias. Los amigos son para estas ocasiones, dicen, y por otros decires me pierdo. De jóvenes creíamos que una amistad, la que nos unía a los amigos del alma, nunca podría marchitarse.
Estar juntos era parte esencial de la euforia. «La risa no es mal comienzo para una amistad y está lejos de ser un mal final.» Aquí el corrosivo Oscar Wilde me desfallece, pero menos que Ramón y Cajal en su: «A los amigos, como a los dientes, los vamos perdiendo con los años, no siempre sin dolor». Sin dolor es imposible porque la ausencia es sufrimiento. La amistad, su voz, viene del latín amicus y deriva de amore, un amor con diversos grados de importancia y trascendencia pero siempre amor; sólo así se entiende ese respeto mutuo, esa sinceridad cómplice y ese olvidarse de los pequeños detalles e incluso de los involuntarios agravios, e incluso de los voluntarios, un amigo es alguien con quien puedes enfadarte a diario. Es algo que va más allá de las diferencias, afinidad y variedad no son incompatibles, más bien estimulantes. «Creo que la amistad entre el hombre y el perro no sería duradera si la carne de perro fuera comestible», refrán de Torrecasar. El amor es ciego y la amistad cierra los ojos; en ambos casos lo esencial es la presencia y el malabarismo mantener esa presencia en la distancia, que la distancia no sea olvido. La amistad comienza donde termina el interés y dura si hasta el silencio es ameno y no se necesita dar explicaciones, mucho menos pedirlas. Esa confianza maravillosamente plena de gracia. Una permanencia que exige esfuerzos por ambas partes, mayores según se cumplen años; la amistad es una de las mejores flores regalo de la vida y como todas las plantas ha de cultivarse con naturalidad y esfuerzo, esfuerzo natural que nada nos costaba, al contrario, era una alegre recompensa... y de pronto ¿qué está ocurriendo? Esos pasos perdidos, ¿por qué se pierden? De pronto hacer, hacer cualquier cosa, es un esfuerzo complementario al hecho del sobrevivir cotidiano que a veces no podemos superar y la cita con el amigo se pospone. El paseo, la tertulia, lo que sea ese vernos, charlar y recordarnos sigue siendo apetecible, pero ya es más fuerte la querencia de no hacer el esfuerzo de llamar, quedar, cambiarnos, ir y venir. Nos abandonamos en la pereza del tedium vitae. La noluntad crece y el tejido de la amistad se deshilacha, sus lazos se desentrelazan y cuando queremos darnos cuenta apenas si quedan jirones de tan preciada tela en nuestras manos. Nada se opone, no hemos muerto, pero el marchitarse de nuestra piel resulta ser el agostarse de esa entrañable amistad, la de ese amigo del alma, que era amigo hasta la muerte, y quién iba a decir que tan sin querer nos distanciaríamos de esta tonta manera: sin motivo, sin hostilidad alguna, sólo por no vencer esa nimia dificultad, nimia pero ya invencible. De tocarle a él antes escribiré el más hagiográfico de los obituarios, y cuando eso ocurra lamentaré, lamentaremos todos, que aún queden amigos vivos a los que no abrazamos desde hace tanto. La vejez es la enfermedad por excelencia y quizás el marchitarse de la amistad sea uno de sus síntomas más característicos, por otra parte el único capaz de vencerse con fuerza de voluntad. Ese marchitarse me hiere, pero quizá sea que en víspera de galerna el ánimo se desmaya y se torna tristemente lúcido. Llueve.