Las lágrimas son saladas. Las mías también.Con los años me he ido transformando en un tipo bastante voluminoso. Mis amigos, los amigos de verdad, me apodan el gran oso pardo, osbru es el apodo que utilizan. Mi aspecto es un poco desmesurado, me dicen, y esa sensación de un cierto gigantismo se acentúa por mi vozarrón grave y potente.
Me siento cómodo siendo grande, aunque reconozco que también tiene sus desventajas. Parece que, cuando tu tamaño excede de lo considerado como normal, todo el mundo te etiqueta de hombre duro, sin lágrimas. ¡Con lo que me gusta derramar unas lágrimas de emoción o de nostalgia!; pero queda fatal, me dicen también. Supongo que esas lágrimas deberían derramarse de otros ojos, son como una frase mal construida en el centro de un discurso, como un pez en un tiesto en el que debería crecer un geranio, una nariz roja de payaso en un retrato de un caballero andante con armadura brillante. Algo que no encaja, ¿ridículo es la palabra?
No entiendo la razón por la que esas lágrimas amigas que me acompañan de vez en cuando no encajan con mi tamaño, ni con mi vozarrón. ¿Será que se interpretan como un símbolo de debilidad de alguien que se supone fuerte?
No recuerdo otras lágrimas que no sean saladas, no recuerdo el sabor amargo de esas lágrimas que se vierten en la derrota, la derrota después de no haberlo dado todo por la victoria. No las recuerdo porque los pecados se olvidan, me dice la conciencia. Ni recuerdo esas otras, las lágrimas dulzonas que como chorretones de miel caen por las mejillas de los débiles, esas lágrimas que buscan la compasión de los otros. De esas puedo asegurar que ni el olvido las ha borrado de la memoria. Nunca las ha habido. ¿Seguro?, me inquiere burlona la conciencia.
Sea o no sea cierto que no he llorado nunca para causar pena al que me ve llorar, lo que sí es cierto es que no creo que sea una buena estrategia, ni creo que valga la pena arriesgarse a que el otro no se compadezca de uno y lo que suceda, al final del cuento, sea, que esas lágrimas lastimeras se interpreten como un signo de debilidad, y ese, al que intentamos reblandecer, se crezca y aproveche la ocasión para vencernos.
Hace ya algunos «Planeandos» que voy dando algún esquinazo al tema de la farmacia –perdonad esa licencia de alguien que dedica tiempo a pensar en su profesión, pero que cuando se pone delante de una hoja en blanco le apetece también contar los diferentes sabores que pueden tener la lágrimas–; hoy, cuando me he asomado al pozo sin fondo del papel en blanco –¿un pozo blanco y sin agujero?, entiendo que os pueda parecer que es forzar mucho la metáfora, pero os aseguro que el vértigo al asomarse a la virginidad del papel es parecido al de estar en el borde del abismo– me he prometido a mi mismo que voy a intentar contar alguna cosa de farmacia, algo de lo que está ocurriendo y de lo que creo que puede suceder y de las lágrimas que acabaremos vertiendo si pensamos que con verter unas cuantas lágrimas, de esas dulzonas, vamos a enternecer a quien está acostumbrado a no ceder a la tentación de la compasión, de la pena, de la ternura o simplemente de la blandura.
Las farmacias están en el límite y algunas de ellas seguramente ya lo han superado. Ese podría ser un buen titular para el último estudio publicado sobre el sector. Interpreto que es un estudio que pretende describir con objetividad una situación delicada que además va empeorando día a día. Lo consigue.
Dicho lo dicho, y aunque corro el riesgo de ir a contracorriente, no me gusta el estudio que tipifica una nueva categoría de farmacias, las farmacias «VEC» (viabilidad económica comprometida). No me gusta porque es un estudio llorón. Un buen análisis, pero una mala estrategia. No creo que sea conveniente ni convincente ir derramando lágrimas para lograr ternura en un momento en que el país entero es un mar de lágrimas. Yo apuesto más por el sufrimiento sin lágrimas, el entreno duro, el músculo y en dedicar las energías en construir una buena nave para poder flotar en ese mar salado en el que estaremos, espero que no inmersos, en los próximos años.
Estoy convencido que debemos afrontar una reconversión del sector. Hace años que pienso que es lo más conveniente (Creo que fue en el Infarma de 1997, ¡qué joven! cuando participé en la tímida presentación de un estudio que pretendía iniciar este proceso, un estudio que duerme plácidamente en algún cajón), pero es la primera vez que lo explicito de una manera tan clara. Seguramente he retrasado la publicación de esta opinión porque soy consciente de que reconversión es sinónimo de riesgo, de cambio y, en muchos casos, de efectos colaterales nocivos, pero con la que está cayendo creo que es preferible que el sector participe activamente en una reconversión desde dentro, que dejarlo todo en manos de quien en estos momentos sólo piensa en cuadrar las cuentas para que, los que realmente mandan, no coloquen al país en la lista de los malos de la clase.
¿Qué propongo? Algo muy sencillo y, precisamente por eso, muy difícil.
Propongo un análisis sin prejuicios de los puntos fuertes y de los débiles del sector. No un ejercicio voluntarioso de refuerzo, aunque sea por machaconería, de los aspectos que más nos interesa mantener.
Propongo la creación de un punto de encuentro intelectual donde se puedan exponer todos los criterios sin cortapisas, con el objetivo de elaborar un plan con el fin de hacer sostenible un negocio de 20.000 millones de € en manos farmacéuticas.
Propongo la búsqueda de un liderazgo fuerte capaz de impulsar las reformas necesarias.
Propongo la evolución de las corporaciones –las herramientas actuales más poderosas en manos de los farmacéuticos de oficina de farmacia– en asociaciones capaces de aglutinar intereses colectivos y de aportar instrumentos que ayuden a aumentar la competitividad de sus asociados.
Propuestas sencillas que requieren algo más que lágrimas... sudor, por ejemplo.