Es cierto que cada vez con más frecuencia se me va el santo al cielo, se está oscureciendo y haciéndose tan compleja la realidad que no es el santo sino el sueño, o sea su falta, quien me lleva al cielo en busca de remedio, entretenimiento en busca y captura de las nubes.
De la teoría de los juegos ninguno tan apasionante como El juego de las nubes (1815), de Johan Wolfgang Goethe, famoso poeta y padre de la «morfeología» (dijo alguien con cierto humor), en realidad del término «morfología» referido al estudio de las formas naturales. Claro que «morfeología» sería la forma de los sueños que, según los clásicos, en tiempos de Morfeo eran las formas que conformaban al hombre. Las nubes son para el poeta y científico de Weimar seres animados que reaccionan en función de las condiciones de la tierra y de su fuerza de atracción, puesto que no son ni fijas ni volátiles, sino, como todo en la naturaleza, formas en constante transformación. Y por lo tanto la observación de los fenómenos atmosféricos tiene siempre para él una vertiente empírica y otra simbólica: la primera se manifiesta en sus textos científicos, la segunda en sus textos literarios. Curioso leer meteorología en palabra de Goethe: «La altura atmosférica surte sus efectos, pues puede darse el caso de que, en lo alto, el cúmulo se disuelva en un cirro, y, debajo, se alise hasta convertirse en un estrato y que este, a su vez, cerca de la montaña se transforme en un nimbo». Como curiosa es su poesía meteorológica, pongamos su poema Cirro: «!Pero siempre asciende más el noble empeño!/La redención es ligera obligación del cielo/una acumulación en copos se disuelve/como cardando borreguitos, con ligero peine/Así acaba fluyendo lo que nació sin esfuerzo/calmo, hacia el pecho y las manos del padre del cielo». Y para uno afortunada curiosidad la cita que hace de un tal Howard, coleccionista de nubes y boticario ignoto (para uno, insisto). Luke Howard (Londres 1772-1864), farmacéutico británico que desempeñó un importante papel en la historia científica y fundamentalmente en la meteorología al ser creador de la nomenclatura para la clasificación de las nubes, por lo cual se le conoce como el «padrino de las nubes». Curioso opúsculo este juego, en el que Goethe no desarrolla su mejor literatura pero sí insiste en su concepción científica: la naturaleza no es un sistema compuesto de partes determinables, sino organismo en constante mutación, cuya observación jamás se agota; la forma como proceso de formación es el paradigma que diseña la relación del todo con las partes. El opúsculo que da título a esta tertulia acaba de ser reeditado por Nórdicalibros, con traducción de Isabel Hernández y con dibujos preciosistas de Fernando Vicente y del propio autor, una delicadeza para espíritus sensibles y para insomnes o noctívagos. También hay anotaciones de un diario de días y nubes, pongamos esta de un miércoles, 17 de mayo: «Por la noche, fuertes aguaceros; la mañana nublada, de vez en cuando chubascos. Por la noche el cielo completamente limpio, aunque el sol se puso con luz crepuscular. Adorable noche de luna». El pensamiento científico del genial literato alemán es arcaico, contradictorio, oscuro de tan ecléctico, incluso ignorante de algunos descubrimientos que ya habían tenido lugar en su época, por supuesto ya caducado, pero me sigue apasionando por la ambición con que plantea y la belleza con que resuelve. Mis nubes favoritas son los estratocúmulos.