Los remedios medicamentosos, en especial los más milagrosos, suelen proceder más de botánica que de bestiario, de ahí mi fascinación por ese cocodrilo o caimán, a saber qué, tan ilustrativo de toda botica antigua o laboratorio alquimista. Con dos noticias que al confluir me conducen a su encuentro. La primera es ese formidable elefante patas arriba en equilibrio insólito sobre su trompa (creo que sus poderes terapéuticos no se reducen a los que la alegría de la imaginación procura, pero no estoy informado), obra en bronce de nuestro paisano Barceló y que acaba de instalarse en Nueva York. La segunda es que se va a celebrar algún aniversario redondo de Alvaro Cunqueiro, escritor que siempre me fascinó por su estilo imaginativo y por sostenerlo a contrapelo en un tiempo en donde primaba el vuelo ramplón de un realismo social mal entendido, la fantasía verbal era reaccionaria. Algo así. Pongamos el encuentro en el prodigioso libro Tertulias de boticas y escuela de curanderos (1976) en donde don Alvaro explicita en la dedicatoria: «A la memoria de mi señor padre, boticario en la antigua y episcopal ciudad de Mondoñedo». Según dice aprendió a deletrear en los rótulos del botamen familiar, desde el opio y la mirra a la menta y la glicerina y hasta le dio al molino de la mostaza, cerca del cual estaba la redoma de las sanguijuelas. «Y fue ahí donde se me aposentó en la imaginación una idea de las farmacias todas del mundo, que era mágica y fui curioso de ellas». Gracias a su curiosidad sé el porqué de la presencia del cocodrilo, especie de farmacopea ambulante, algo que se inicia en la farmacia de La Meca. Lo cuenta Ahmad el Gafiqui, el más célebre de los botánicos y farmacólogos de Al Andalus, al que le trajeron de La Meca, de la gran botica protegida por los califas, una uña del caimán que allí colgaba en el techo. Este caimán, como después el de todas las boticas renacentistas, había de ser de sexo masculino y virgen o, por lo menos, que no hubiese tenido contacto sexual alguno con mujeres. Relación extraña salvo cuando se nos informa de una tradición alejandrina recogida por Plinio, según la cual en el antiguo Egipto las mujeres se prostituían con los cocodrilos. Averroes es quien explica como el caimán era probado de virginidad introduciendo en sus testículos polvo de oro. Si el caimán no era virgen, el oro se disolvía, pero si no había usado comercio carnal, el oro era retirado después de una luna, brillantísimo, y puesto en bolitas, y pasando éstas por los ojos humanos, impedía la aparición de cataratas. El polvo de la piel del caimán era usado como somnífero y proporcionaba sueños favorecedores. Este mismo polvo, en infusión, frenaba la erisipela. La lengua sin sazonar era un potente afrodisíaco, tanto como el cuerno de rinoceronte, y también ayudaba a los senectos a conservar la memoria si con ella se sazonaban sesos de liebre hervidos. Sus aplicaciones terapéuticas siguen varias, cuasi infinitas, la uña purgante para combatir los estreñimientos producidos por la leche de camella, etc., y justifican por demás la presencia de ese cocodrilo en mi imaginario boticaril. Como no podía ser de otra forma, se dice que toda la farmacopea del caimán la trajeron a Europa los barones del Temple. La farmacopea del elefante está por describir, de su trompa corren leyendas inigualables (además de lo de dar suerte y alegrar el ánimo) y confío en que ahora, con su espectacular presencia en la ciudad de los rascacielos, alguien se anime. Quizás en una próxima tertulia.
El cocodrilo farmacéutico