Soy un farmacéutico normal, del montón; lloro cuando mi novia me deja y cuando se identifica el inspector de sanidad que ha entrado en la farmacia. La oficina en la que ejerzo mi profesión, sin embargo, es una farmacia, podríamos decir, atípica. No es urbana, ni rural. Está en una playa en la que en invierno quedamos cuatro y la mitad son gatos.
Sin embargo, en verano la población se multiplica y la media docena de hoteles de la zona se llenan de turistas de blanca piel, objetivo predilecto de radiaciones ultravioletas e infrarrojas. A la sazón, y por si no fuera suficiente el ataque del astro rey por el día, al caer la noche su tejido epitelial es la diana favorita de perversas hembras hematófagas de dos especies de dípteros: Culex pipiens (mosquito común), o peor aún: de Aedes albopictusy, el temido mosquito tigre. Estas circunstancias, sumadas a las clásicas rutinas estivales en las que crece la demanda de medicamentos de venta sin receta para combatir los habituales excesos gastronómicos (paella) o etílicos (sangría), hacen que la visita a la botica local sea segura durante sus plácidas vacaciones. Esto me ha hecho observar y analizar, no sin sorpresa, las a veces grandes diferencias en los hábitos farmacoterapéuticos de los distintos países de nuestro entorno.
El ibuprofeno que demandan los ingleses es de 200 mg, y en casos excepcionales, de 400 mg. No saben que existe el de 600 mg, el que se prescribe en España. Sin embargo, la dosis que toman de paracetamol es de... ¡dos comprimidos de 500 mg cada 4 horas! Sus retoños toman el paracetamol en jarabe, pero no les dan nunca ibuprofeno. Y los supositorios... antes morir que ponerle a un inocente tan indigna forma farmacéutica.
Los alemanes, como es vox populi, son amantes de la fitoterapia en general, tanto para los infantes como para los adultos. Sin embargo, cuando los bebés germanos tienen una leve congestión nasal, el remedio es suministrarles en cada orificio nasal, puf puf, un descongestivo adrenérgico al 0,025%, presentación no comercializada en España. Otra característica de estos rubios visitantes es su temor casi patológico a un principio activo, la cortisona, que define en general a una familia de sustancias, los corticoides.
Los italianos son los mayores consumidores europeos de probióticos, prebióticos y simbióticos. Sanos o enfermos, niños o adultos, hay que tener una buena provisión de viales liofilizados prontos para su uso. Sus bebés toman pastina, que, aunque nunca la he visto, me han contado que son macarrones y similares de minúsculo tamaño, y demandan potitos sólo de pera para ir bien al baño, o de carne exclusivamente, para luego añadir las verduras caseras. A pesar de mis demandas a las empresas de alimentación infantil, mi deseo de complacerles sigue en eso. El analgésico favorito del pueblo transalpino, el que todos piden, es la nimesulida. Italia es el único país de nuestro entorno, y quizá del mundo, en el que se sigue comercializando a pesar de su hepatotoxicidad, motivo por el cual la Agencia Española del Medicamento suspendió su comercialización en 2002.
En un próximo artículo seguiremos analizando las variopintas costumbres medicinales, sanitarias y nutricionales de nuestros queridos vecinos.