Nunca he podido ni sabido conectar con las masas, y supongo que tampoco he querido hacerlo. De joven, cuando alimentaba alguna rebeldía, fui inmune al marxismo y simpaticé con la acracia, aunque sólo en lo teórico, nunca en la práctica. Mi formación es psicoanalítica, no política.
Cuando una masa desfila y vocifera, repite consignas y agita banderas, siempre me pregunto qué carencias debe de compensar, cada participante individual, al fundirse con los demás en esa gratificadora orgía sensorial y emotiva. Personas que no se soportarían si se viesen obligadas a tratarse participan de esa comunión mística y gritan, se abrazan, lloran de emoción y de alegría.
No puedo cambiar a estas alturas. Quizá no debí leer en mi adolescencia a Freud, Adler y Jung, pero lo hice y eso me vacunó contra el entusiasmo, los desfiles y las consignas. No estoy especialmente orgulloso de ello; pienso a menudo que las personas simples, que se dejan llevar por propuestas sencillas y maniqueas, que rugen en los estadios y los mítines, deben de pasárselo mucho mejor que yo, siempre desconfiado, vislumbrando enfermos donde los demás ven héroes. A veces desearía ser como ellos, ver en los políticos a mesías heroicos, y no a pícaros, ineptos, iluminados, aprovechados e ilusos. Confiar en los políticos..., ese placer me está vedado, me prohibí esa droga, como otras muchas, aunque no todas.
Lejos ya de mi adolescencia homeopáticamente libertaria, supongo que soy un liberal, un tipo de persona que en todas las tierras de España es una anomalía, algo desprestigiado, casi un insulto. Madariaga dijo una vez que no hay peor castigo que nacer inteligente en España, y me dijeron que Ortega había escrito, aunque no he encontrado la cita en los textos que de él he leído, que las masas sólo se ponen de acuerdo para hacer una estupidez. No hace falta ser tan agrio, pero lo cierto es que este país no es para liberales, librepensadores ni escépticos. Son tantos los entusiastas enardecidos que, si te distancias de ellos, están seguros de que eres un enemigo, un traidor, alguien en quien no se puede confiar, quizás un delator.
Ahora desfila mucha gente por las calles, por muchas razones, cada vez más. Sospecho que hay miles de personas que en su vida no hacen otra cosa que manifestarse, desfilar, exigir y protestar. Entusiasmados, los feligreses alardean de ser cada vez más. Yo pienso, al revés que la mayoría, que una consigna que repiten durante horas centenares de miles de personas enardecidas no puede ser muy razonable ni beneficiosa. Me eduqué para hablar de uno a uno, no para escuchar el rugido de miles de manifestantes. Respeto su enorme ilusión, aunque de buenas intenciones esté empedrado el infierno.
Desolación de la quimera: la ilusión está muy cerca de lo ilusorio, y el ilusionado, el individuo que exige cuanto le hace ilusión y lo considera un derecho, me parece –otra vez Freud– alguien inmaduro que se rige por el principio del placer y no por el de la realidad, un iluso que corre tras sus ilusiones. No tendría mayor importancia si en el trayecto no hubiera de chocar con otros ilusos guiados también por sus ilusiones, que consideran derechos inalienables. Claro está que nadie me pide consejo para estos tiempos convulsos de crisis y desorientación, pero si alguien lo hiciera aconsejaría a los políticos que no entusiasmasen demasiado a las masas, y a éstas que recelen, por principio, de todos los políticos y líderes, sobre todo si cultivan alguna forma de heroísmo y mensaje trascendente. Se ahorrarían no pocas desilusiones.