Érase una vez una profesión a la que le tocó la lotería. Esa profesión era la farmacia, y de eso hace ya muchos años. Coincidió con un momento de gran crisis, en el que la industrialización del proceso de fabricación de medicamentos la vaciaba poco a poco de contenido científico.
Por aquel entonces acababa de concluir la Segunda Guerra Mundial; los gobiernos europeos asumieron el derecho a la salud de su población en el marco de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y crearon los sistemas públicos de salud, convirtiéndose los estados en los primeros y casi únicos clientes que adquirían los medicamentos para su población. Y al vaciado de contenido científico le siguió el de su alma, al entrar el dinero de una forma fácil y cómoda.
Como son los escenarios los que crean profesionales que se adaptan a ese entorno (darwinismo profesional), el farmacéutico cambió, y su ser esencialmente científico pasó a un segundo plano, e ingresaron en el ejercicio de la actividad nuevos farmacéuticos, que una vez que atravesaban el tamiz de una carrera universitaria que seguía siendo la misma desde el principio, se convertían en gestores de productos, de unos productos que se compraban y vendían solos. Entonces se afirmó esa verdad comúnmente aceptada de que el farmacéutico es empresario y sanitario, defendida sobre todo por los que se consideran más empresarios que sanitarios. Y apareció la afición al golf, y comenzaron las ausencias del puesto de trabajo. Y no pasaba nada.
Con el tiempo el pueblo llano se acostumbró a ser atendido por el mancebo de toda la vida, que sabía un montón y sin cuya presencia inexcusable era imposible que la farmacia funcionase. Pero un día todo cambió. El estado, que tiene el monopolio del ejercicio de la violencia y, por lo que se ve, también el de la extorsión, se dio cuenta de que podía pagar menos por la prestación farmacéutica, y comenzó a apretar las tuercas.
Nuestros compañeros empresarios saben que un establecimiento con un único cliente está perdido, porque es el cliente el que tiene la sartén por el mango. Y así han venido y continúan llegando sartenazos de este cliente que, además, puede esgrimir ante la opinión pública el argumento del ahorro como vía para atender otras necesidades sociales, además de la lucha contra una profesión regulada, y por tanto, privilegiada.
En los últimos veinte años apareció la atención farmacéutica como vía para volver a llenar de contenido científico y asistencial a la profesión, pero hasta ahora no ha cuajado, probablemente porque los farmacéuticos no han creído en ellos mismos, no creen que su conocimiento tenga valor de venta y se empeñan en seguir realizando transacciones con productos tangibles.
Una profesión con un único cliente, que vende productos que fabrican otros y que a lo que más aspira es a reempaquetar esos productos en sistemas personalizados (algo que es pura mecánica), o a informar, tiene los días contados. Y hacer caza de brujas a quienes pensamos así es un esfuerzo inútil, porque se puede matar al mensajero, pero el mensaje que da la sociedad seguirá siendo ése.
Por tanto, no queda otra: que los que luchan con nobleza por vender conocimiento dejen de esperar a que los otros cambien y sean ellos los que tomen la sartén por el mango. Porque la sociedad necesita otro farmacéutico y sólo en ellos está la posibilidad de dárselo. Porque el anterior ya está en vías de extinción