A la reunión de la comunidad asisten menos vecinos de lo habitual. No funciona la caldera de la manzana, hace días que no disponemos de agua caliente, y por eso aceptamos una convocatoria extraordinaria como ésta, aunque tengamos que acudir embozados con mascarilla.
Entre las propuestas audaces y las ideas generales sobre lo que habría que hacer, voy enterándome poco a poco de las costumbres higiénicas de mis vecinos. El convecino del tercero C, en la actualidad jefe en funciones de la escalera interior, sostiene que él se ducha todas las semanas y que, no obstante, cuando lo hace, siempre se emplea a fondo. Otros afirman ducharse todos los días aun no siendo necesario. El del primero D, con motivo de la pandemia, adquirió la costumbre de lavarse por lo menos la cara y las manos. Lavadas estas partes, ya veríamos lo que se puede hacer más tarde, pero por algo se empieza.
Higía, hija de Asclepio, personifica la salud y aconseja las medidas apropiadas para mantenerla, pero no parece que disponga de un culto específico para ensalzar sus virtudes. Sin embargo, no es exacto afirmar que en el pasado todos los pueblos descuidaran la higiene personal. Unos se asearon más y otros menos. Se conservan distintos recetarios medievales que indicaban cómo debía hacerse la limpieza del cuerpo, y en ellos se incluían recomendaciones sensatas para mantener una piel sana que, aún hoy, resultan apropiadas.
Mientras tanto, es evidente que la tarea del farmacéutico estaría incompleta si no actuara como agente de salud. En la oficina de farmacia, el titular puede acercarse con decisión y con altos grados de delicadeza a los buenos hábitos de la higiene personal y hacer saber, por ejemplo, que gran parte de las infecciones por bacterias, y notablemente por bacterias resistentes a los antibióticos, se pueden prevenir simplemente mejorando el lavado de las manos. Llegados a una edad, las costumbres son difíciles de cambiar, pero ahora, debido a la pandemia, existe un interés notorio por la educación en salud, y los profesionales sanitarios deberíamos saber aprovecharlo. En esa magnífica ágora que es la oficina de farmacia se pueden ubicar las cosas en sus términos justos, y desmontar así las a veces alambicadas y perversas teorías que aparecen en la red.
No es posible eliminar la COVID-19 tomando jengibre y jugo de caña. Tampoco se introduce el virus en casa pegado a los zapatos. Buscar continuamente un ambiente estéril no es preciso, ni siquiera conveniente, pues el sistema inmunitario se refuerza con la exposición al exterior. Para combatir al virus, como en tantas otras cosas, quizá lo prioritario sea no permitirle que interrumpa nuestro sentido común.
Puede que la enfermedad sea una forma de protesta de la naturaleza ante los abusos y la violación de sus normas. Escribió Shakespeare que nuestro cuerpo era nuestro jardín, y que nuestras voluntades debían ser nuestros jardineros. Enseñar a estos jardineros lo que no saben de su labor, hacerles saber que, si no respetan, si no cuidan la salud, no podrán cuidar ninguna otra cosa, también es tarea nuestra. En la farmacia ha sonado la hora de la educación.
Vuelvo a la reunión de vecinos, que siempre se prolonga. Parece que lo de la caldera no es sencillo y va para largo. Por el momento no he tomado la palabra, pero al menos la sesión me lleva a añorar la ducha cotidiana. Recuerdo entonces una frase brillante de Javier Olivar: «Por las noches, antes de acostarnos, nos duchamos y nos lavamos los dientes para ser bien recibidos por los personajes de nuestros sueños».