«Éstos son milagros y no los de Lourdes», anota en mi nostalgia la pulcra caligrafía de mi abuelo don José Garrido, boticario de Cacabelos, en su curioso diario intitulado Personalia; lo hace antes de enumerar los disparatados servicios que componen la siguiente minuciosa y santa factura:
• Por corregir los diez mandamientos: 15,00 pts.
• Por reemplumar y dorar el ala derecha del Ángel de la guard: 15,00 pts.
• Por renovar el cielo, apuntar y ajustar las estrellas y limpiar la
Luna: 40,00 pts.
• Por avivar las llamas del Purgatorio y restaurar las almas: 85,00 pts.
• Por volver a encender
el fuego del Infierno,
poner una cola al Diablo
y componer su pezuña: 35,00 pts.
• Por arreglar el serrucho a San José: 10,00 pts.
• TOTAL: 200,00 pts.
Cuenta al señor Cura Párroco de Corullón por los trabajos hechos en la iglesia de dicho pueblo. Firmado: Tomás Vega de Espinareda. 5/5/1931
Solía el abuelo mantener en el anonimato a quienes citaba mediante el artificio de sustituir apellidos por topónimos vinculados al personaje. Por pura casualidad, una charla de rebotica, y no porque me interesase el detectivismo (la gracia está en el pecado, no en el pescador y aclaro: pts. son pesetas, ¿se acuerdan?) supe que el firmante no era Vega sino López. El tal Tomás López, a quien no tuve el gusto, vecino de Espinareda, era hombre piadoso, de pocas luces y menos ingenio, carpintero, mal dotado para la restauración, que realizó numerosos desafueros en la imaginería de las iglesias bercianas, y nadie le concede el crédito para considerarle autor de tan magistral factura que bien pudiera atribuirse a Cunqueiro o a Perucho en sus páginas selectas. Los recuerdos se entrelazan y salen en racimo. ¿Como las cerezas y los besos? Algo así de comestible. Mucho tiempo después, pero todavía en el tiempo en que un duro eran cinco pesetas y en el cine John Wayne, cuando vivía en San Sebastián y venían a visitarme los amigos, me acordaba de estos diez mandamientos, pues el afán de la juventud era cumplir con los pecados mortales que en Francia no estaban prohibidos. Íbamos a Biarritz y cumplíamos el elenco de jugar a la ruleta, bailar el último tango en París, comprar libros de El Ruedo Ibérico, elegir entre quesos blandos o a las finas hierbas, ver un striptease en el Carabelle (hoy se llama Galeón y es un restaurante), hablar de política en el Darrigade y comprar unas tazas y platos de duralex. A la vuelta, en la entrada fronteriza de Irún por el puente de Santiago, no desfallecíamos ante un anuncio inolvidable: «Haga sus compras en Gibraltar». El nuestro era un viaje y no el de Lourdes que decía el abuelo, en la extraña felicidad que la nostalgia provoca el recuerdo de que nunca fuimos a Lourdes. Nunca fuimos turistas.