En Roma no había corrupción en sentido estricto, pues ese concepto implica la degeneración de algo originalmente limpio y supone además una condena del acto cometido desde posturas éticas que eran del todo ajenas a nuestros antepasados. En Roma había la lucha despiadada por el poder, eso era todo, y no se veían obligados a condenarlo o a disimular como nosotros. Robaban a espuertas, y el que robaba más alcanzaba más poder y era más admirado.
Los romanos importantes estaban obligados a endeudarse para hacer carrera política, establecer relaciones de conveniencia, hacer contactos y prosperar en sociedad. Hacían regalos, se mostraban obsequiosos, compraban opiniones y votos... El resultado es que o se arruinaban, o conseguían participar en un golpe de Estado exitoso, lo que no era tarea fácil, o se hacían con el gobierno de una provincia. Entonces se resarcían, robaban a destajo, devolvían las deudas contraídas, se endeudaban de nuevo y tejían una red de amistades e influencias que les evitasen caer en desgracia. Cicerón lo resume con estas palabras, tan sinceras como brutales: «(...) el primer año en la provincia sirve para robar lo suficiente para pagar las deudas, el segundo año el gobernador se hace rico, y el tercero acumula el capital suficiente para sobornar a los jueces y a las autoridades, ante las que será inevitablemente denunciado». Una organización mafiosa de la sociedad, con sus patrones, familiares, clientes y sobornados.
Cuando leí por vez primera las relaciones existentes en Roma entre patrones y clientes, pensé que era una broma, pero es la verdad, y puede que explique muchas prácticas habituales a orillas del Mediterráneo, casi inexistentes en los países nórdicos, donde la influencia romana no ejerció sus efectos devastadores. Los romanos trabajaban poco: dos de cada tres días eran festivos. Los baños eran gratuitos, los ricos proporcionaban pan y circo a los pobres, que se buscaban la vida convirtiéndose en clientes de sus patronos. En Roma ser cliente no suponía comprar algo, sino estar bajo la tutela de un poderoso, al que se obedecía. Un hombre rico mostraba su poder beneficiando al mayor número posible de clientes, que se presentaban por la mañana en su casa para mostrarle que se ponían a su disposición, y para recibir a cambio la «espórtula», una pequeña cantidad de dinero. También podían darles comida, y de aquí procede la costumbre de que los patrones obsequien con una cesta de navidad a sus empleados y a las personas con las que desean estar a bien. Asimismo, recibían entradas para los espectáculos, ropa o el dinero necesario para casar a los hijos. ¿Qué daba a cambio el cliente a su patrón? Ante todo su adhesión, pues lo acompañaban al foro, le daban la razón en todo, terciaban para sostener sus opiniones, y se comportaban como una claca cuando hiciese falta. También lo acompañaban a los tribunales, testificaban a su favor, le apoyaban en los actos públicos. Los clientes menos escrupulosos prestaban sus servicios a varios patronos a la vez, y sólo los patronos con muchos recursos pagaban a sus clientes con generosidad suficiente para que estuviesen a su exclusivo y único servicio.
El clientelismo, la compra de votos y favores no estaba considerado un acto corrupto, sino una práctica habitual y, como hoy en día, el cacique manifestaba su poder mediante esos actos de vasallaje. El resultado es que muchas personas no trabajaban, se limitaban a ir de patrón en patrón, caían en la picaresca. Para ellos, la sociedad romana acuñó un término delicioso, el de «parásito». Éstos, del griego «comensales», eran los clientes considerados vagos, que vivían a costa de sus patronos y no desempeñaban trabajo alguno.
Clientes, espórtulas, parásitos. ¿Les suena de algo?