«Castrillo ya no es Matajudíos. Un pueblo burgalés de sesenta habitantes cambia oficialmente su nombre antisemita tras someter la decisión a referéndum: 29 a favor del nuevo nombre, Castrillo Mota de Judíos, y 19 a favor del viejo, Castrillo de Matajudíos.» Ésta fue, más o menos, la noticia que salió en la prensa el pasado mes de mayo, sin que se insistiese en diferenciar toponimia y etimología, dos versiones no siempre coincidentes en el significado. Si un nombre ofende a una persona, no digamos a un colectivo con una sensibilidad tan justificada como la de los judíos sefarditas, ¿por qué no cambiarlo a su significado original no ofensivo? Y realizado el cambio, ¿por qué no aclarar el equívoco?
El nombre de Matajudíos nada tenía que ver con la idea racista de «matar a los judíos». Es cierto que por los campos góticos de Castilla, por Castrojeriz también, el asentamiento mayor y más próximo al pueblo del que hablamos, se produjeron esas matanzas conocidas como pogromos, y también es cierto que en dicho pueblo de refugio, como aljama judía, se les concedió la carta puebla por la que se igualaban sus derechos a los de los cristianos. Los restos de muros construidos con tapial, reforzados con sillares de piedra, y también todos esos restos arqueológicos de utensilios de cerámica, son prueba histórica, además del scripta manent, de que la puebla en origen se llamaba Castil o Castrillo o Mota de los Judíos. Para uno es improbable que el nombre se tornase antisemita a partir de la expulsión de 1492, por la presión sobre los conversos, y así de Mota pasase a Mata. La voz «mata», y en particular como prefijo, tanto significa relieve como colina o cubierta vegetal, y a veces se confunde con «maja» y «maza». En nuestra geografía, estas «matas» son numerosísimas: matamala, matabuena, matalayegua, mataluenga, matacebada, matamargos, matapuercos, matabueyes…, y también matamoros. El paso de Mota de los Judíos o Colina de los Judíos a Matajudíos es también frecuente contracción verbal por esos lares, y así podemos comprobarlo al ver que, por el Camino de Santiago, los peregrinos hablan más de Villasirga que de Villalcázar de Sirga. También son frecuentes estas variantes en los adjetivos orográficos, por ejemplo «teso», «tieso», «tiesa», que en Torrecillas de la Tiesa es más relieve que estiramiento. En consecuencia, no creo que ninguno de los 19 vecinos que votaron a favor de mantener el nombre de Matajudíos sea antisemita, más bien serán tradicionalistas o conservadores, y quizá recuerden que nuestro músico más importante, Antonio de Cabezón, organista de Felipe II, «elegido por Dios y por los hombres», era un natural de su pueblo: un hombre que no quiso cambiar su nada elogioso apellido. Es cierto que nuestra geografía puede ser antológica en el horror; a bote pronto, puedo citar Sepulcro, Valdeinfierno, La Horca, Tenebrón, Tembleque, El Rompido, Villasufre, Villarmuerto, y ya no digamos con las serranías del Calvario, de la Matanza, de los Degollados o del Morredero, que es «moridero». Hay más topónimos tremendos, muchos más, pero también es cierto que vivimos rodeados de nombres eufónicos hasta el embeleso; ahí está, imbatible, Madrigal de las Altas Torres. Es cuestión de asumir la historia con serenidad, reconocer que lo que queda de la historia es la geografía, y sin acritud seguir el vuelo de las palabras.