Puede que sea un sueño: lo sé, pero no me importa.Ando con mi escaso babi a rayas blancas y rojas por la plaza de Tetuán. Trato de jugar al fútbol sin conseguirlo. Me disfrazo de cabo Rusty, pero los perros no terminan de convencerme; para ser totalmente sincero, y aún en el sueño, son animales que me dan miedo aunque lleguen a llamarse Rin Tin Tin.
Veo entonces a mi señorita en la clase de párvulos. Corro hacia ella, se llama Rosa y me explica las primeras letras en las viejas y pequeñas aulas del colegio del Loreto, creo que cerca de la calle Diputación.
Invento mi primer cuento y me sienta en su regazo sobre una larga y alegre falda tableada. Después de mi madre, me parece la mujer más guapa del mundo. Quizá lo sea.
Termino con mi historieta de brujas y hadas que un buen psicólogo interpretaría como una obsesión infantil por las mujeres. En realidad, tiene razón porque sólo he cumplido seis años y vivo rodeado de muchas hermanas, abundantes tías, mi madre y mi abuela.
Mi padre está siempre en la farmacia. No sabe catalán, pero se ha incorporado con facilidad a una sociedad abierta y acogedora. El barrio le respeta y a los vecinos no les ha costado acostumbrarse a pedir consejo a este joven boticario rodeado de una prole tan numerosa. Asiste a las reuniones colegiales, le convence el grupo más dinámico, entablando una firme amistad con el legendario Ramón Jordi, pero él siempre se decantará por la prudencia.
Esto ya no es un sueño, ni siquiera es un capítulo o un extracto de la brillante Sombra del Viento, de Ruiz Zafón; es la imagen de la forzada España de los primeros años sesenta y de una Barcelona que trataba de despertar de un largo letargo: la retratada por el inolvidable Gironella en Condenados a vivir.
Con mis pequeños pasos iba a Urquinaona, el bulevar ancho y ruidoso en el que nací y llegaba en un largo paseo de apenas trescientos metros al mosaico de la plaza de Cataluña, para hacer volar a las palomas con más alboroto que pericia. Algún fin de semana, mis padres planificaban una excursión a Cuatro Caminos –desconozco si es donde hoy se ubica una cárcel– para merendar un pan con tomate y Cacaolat, que eran la mejor delicia. También me llevaron al recoleto Sarriá a ver algún partido en el que casi siempre tocaba sufrir.
Esa era mi Barcelona: sin rondas, ni Maremagnum; sin rascacielos con hoteles lujosos o enhiestas torres de indiscretas formas farmacéuticas y cuestionable belleza. Un poco destartalada y con aspecto de suciedad en muchas de sus calles, sin esa categoría de gran metrópoli que hoy destila.
Vuelvo a mi ciudad con cierta frecuencia. Cualquier excusa me parece idónea para retornar: unos calçots bien condimentados por alguno de mis múltiples parientes con esa salsa especial y nutritiva; bodas, bautizos y comuniones; también alguna visita penosa y puntual al cementerio de Montjuïc.
Nunca, ningún político y ninguna ideología frentista, han conseguido que me sienta extraño entre esta multitud de gentes mediterráneas que circulan por calles luminosas, limpias y modernas. Estoy en casa.
Ahora vuelve Infarma. Infarma es Barcelona y es farmacia; una mezcla magistral, una tentación para la vista y un lugar para compartir inquietudes y sinsabores profesionales. No son buenos tiempos y, la verdad, apenas hay lugar para la sonrisa o la alegría, pero es Barcelona y este año se puede visitar, por fin, la majestuosa Sagrada Familia. Es Barcelona, ese punto en el mapa donde mi propia vida empezó a hacerse realidad y donde cabalgué por vez primera en mi bicicleta de un color naranja chillón como si fuera Bahamontes.
Y aquello no fue un sueño: fue, sin duda, mi mejor regalo de Reyes.