La magia de las palabras tiene eso, creemos que un engranaje de precisión como el de las ruedas dentadas de los relojes nos permite establecer el tiempo con precisión, pero lo cierto es que la situación de las manecillas en la esfera, por muy precisa que sea, no tiene la capacidad de describir el momento en el que vivimos como la tiene una palabra adecuada.
Podría intentar ser aún más preciso y decir: son las ocho y cuarenta y siete minutos y treinta y tres segundos, que es la hora que indica el reloj, pero aunque pudiera parecer que el método me permite describir el momento concreto con absoluta precisión, tampoco lo lograría, porque mientras lo estoy escribiendo, en este momento, al fin y al cabo ya no es esa hora. Son o serían, y cuarenta y ocho y tres segundos, y tampoco lo serían ya. Nunca conseguiría mi objetivo. El tiempo no puede atraparse en una cajita por mucha ingeniería compleja que contenga. Nos quedan las palabras.
Anochecer es una palabra que apacigua la angustia que nos provoca nuestra incapacidad de atrapar el tiempo. Es como una red mágica con la que podemos pescar el agua del mar en el que vivimos. Los relojes sólo son capaces de recordarnos con una tozudez impertinente toda el agua que se nos escurre entre los dedos, en cambio anochecer nos describe ese momento en el que se encuentra la añoranza del día que se va y el misterio de la noche que viene.
Anochecer nos sirve tanto para los abruptos finales de los días invernales como para las suaves despedidas de los veraniegos. Es una palabra ligada íntimamente a la vida, no como la hora dictada por el reloj que no deja de ser una prótesis que nos permite ubicarnos en ella, pero que no nos dice nada de ella.
Anochecer es una palabra capaz de describir con la austeridad de nueve letras toda la complejidad del movimiento de nuestro mundo. Explica el giro de nuestro planeta, el orden astronómico que regula nuestros días y nuestras noches. Es el título adecuado para el espectáculo de la vida y del tiempo. Mejor empezar mi artículo de este infernal verano con una frase más viva que la que nos puede proporcionar ese artilugio del que nos sentimos tan orgullosos, pero que no nos lleva mucho más allá de su esfera perfecta.
Está anocheciendo. Mucho mejor.
Estoy apoyado en el murito que hace las veces de baranda del terrado de casa. El terrado es un rectángulo de unos cuarenta metros cuadrados en el que, a menudo a partir del anochecer, nos reunimos para cenar con la familia y los amigos unas sardinas braseadas mientras, todos juntos, nos dejamos arropar por las sábanas negras de la noche.
Cuando la rendición del sol ya es una evidencia, subo a la azotea para verlo partir. Siempre se va con la dignidad y el orgullo que tienen los dioses. Es un momento solemne, muchas veces incluso el indomable juguetón, el mar, parece sentar la cabeza y muestra un cierto respeto por la marcha de su compañero de juegos. Quieto, en silencio, intento notar en el roce de la brisa que aparece como una suave balada, el rastro del movimiento del sol y de las estrellas que se están acercando. Algunas veces parece que logro mi objetivo. En esos momentos tengo una sensación paradójica. Soy como un gigante en un universo sin límites en el que me siento diminuto. Una porción del universo, un neutrino capaz de atravesar cualquier barrera sin esfuerzo. Me siento cerca de un misterio vedado a los que transitamos por el paraíso propiedad de los dioses. Cuando vivo estos momentos no pienso en nada más que en vivirlos, pero cuando recuerdo que los he vivido me digo que debería aprovecharlos más cuando los estoy viviendo.
El anochecer es una oportunidad de vivir un momento decisivo, es el momento en el que hemos de atrevernos a entrar en la oscuridad misteriosa de la noche, teniendo aún entre los dedos la seguridad de la luz del día. El anochecer requiere esa chispa de valentía que permite cruzar la frontera entre la seguridad y la aventura.
No estoy de acuerdo con los que sólo ven melancolía en esos momentos que se tiñen de rosa y gris, en esos en los que un velo vaporoso va cubriendo todo el paisaje, como si lo difuminara. El anochecer es un momento para estar seguro de los colores con los que has vivido y dispuesto a vivir sin ellos.
Los días de verano que subo a mi atalaya privilegiada puedo gozar de una despedida larga que te da la oportunidad de asimilar que debes dejar lo que ha sido tu mundo y que deberás enfrentarte al mundo escondido de la noche.
Después de muchos de esos anocheceres tengo el pleno convencimiento que el sector está viviendo uno de estos momentos. No porque el momento que nos está tocando soportar sea especialmente bello ni placentero, pero veo un paralelismo en lo que de transición tiene el anochecer. Un mundo en el que hemos vivido seguros se nos va y aún estamos a tiempo de comprender que un nuevo mundo se va acercando y que deberemos prepararnos para vivir en él.
Algunos no van a poder superar la añoranza de lo que se va, van a quedarse embobados con los rayos de sol que aún brillan por detrás de las montañas, pero esos destellos son sólo el anuncio de la llegada de la luna.
Son casi las once. Es negra noche y una luna plateada baña las laderas desde las que Sant Pere de Rodes vigila la bahía. La conversación con los amigos es animada y va a alargarse aún bastantes horas. Nada se ha acabado, todo ha cambiado. Hablamos del paseo por los senderos que nos han llevado a Sant Baldiri, del silencio que nos ha acompañado y del que hemos disfrutado durante la caminata, pero ahora en el mundo manda la noche.