En opinión de Nietzsche, la Biblia solo tiene una frase valiosa, la que pronuncia Poncio Pilatos cuando Jesús se presenta ante él como el Dios de la Verdad. Pilatos le responde con una pregunta: «¿qué es la verdad?», renuncia a entrar en el debate sobre qué cosa sea la Verdad, se lava las manos, y entrega a quien se proclama Hijo de Dios y de la Verdad a los judíos, que también dicen saber qué es la verdad y la divinidad, para que entre ellos diriman un asunto del que él se desentiende.
Francesco Furini (1600-1646) es el autor de un cuadro propiedad de la Casa de Alba, que ha podido contemplarse en la exposición organizada en el Centro Cibeles, en Madrid, sobre el legado artístico de la Casa de Alba. Furini pintó una alegoría de la Verdad de gran belleza y de enorme profundidad psicológica: una mujer se muestra desnuda de cintura para arriba, sin tapar su cuerpo con el manto azul que debería cubrirla. En una mano sostiene la máscara rota del engaño, de la mentira. Una máscara partida, que se ha sacado para exhibir su rostro verdadero, el de la Verdad. Lo paradójico del caso es que su rostro desnudo, el verdadero, no expresa felicidad, desafío ni alegría, sino una extraña turbación, una especie de melancolía o decepción, como si la verdad, una vez desnudada, no hubiera ganado gran cosa con ello. Todavía más interesante es el hecho de que la máscara rota, eliminada para mostrar el verdadero rostro de la mujer, es exactamente igual que el rostro que exhibe la Verdad, es decir, que Mentira y Verdad, máscara y desnudo, engaño y autenticidad, tienen la misma expresión, el mismo rostro, idénticos problemas. La mujer desnudada, la Verdad, no es diferente de la mujer vestida, la mujer enmascarada y engalanada. Cae el velo de Maya, y lo que emerge es la misma realidad que se había ocultado con múltiples velos para enmascararla. Es un cuadro inquietante, de una gran profundidad psicológica, que nos remite al doble rostro del dios romano Jano, mirando en direcciones opuestas, como símbolo de la dualidad de cuanto existe, de los principios y los finales, del pasado y del futuro. En Furini, como en Jano, los dos rostros son idénticos: no hay verdad ni mentira, engaño ni autenticidad, enmascaramiento ni veracidad, todo se confunde en un mismo rostro desalentado. El futuro no será esencialmente diferente del pasado, como la verdad no puede desligarse de la simulación y del engaño. Furini parece dar la razón a Poncio Pilatos: «¿qué es la verdad?». ¿Se puede diferenciar entre lo auténtico y lo falso si ambos son idénticos e igualmente decepcionantes, si al sacarse uno la máscara no cambia nada, si resulta que la verdad, tan prometedora antes de mostrarse, se identifica con la máscara que la ocultaba?
Furini es un pintor capaz de retratar ambivalencias psicológicas porque él mismo fue un hombre y un artista ambivalente. Su pintura es sensual, se adivina el abandono carnal y una moralidad relajada en los cuerpos retratados, muchas veces de santas o de diosas mitológicas, pero él se ordenó sacerdote y pese a ello no tuvo reparos en seguir pintando cuadros inadecuados para su condición de clérigo, cuadros que vendía sin problemas. Un caso similar al de Vivaldi, un sacerdote que nunca ofició una misa, alegando razones de salud, mientras componía centenares de obras musicales y mantenía relaciones con su diva, Anna Giró, y probablemente también con su hermana Paulina. Furini tenía razón: la verdad es enigmática, y nada más pueril que el discurso que presupone que la veracidad es necesariamente liberadora y enriquecedora. El psicoanalista Havelock Ellis lo expresó de forma descarnada: la personalidad humana es como una cebolla, que carece de centro tras sus diferentes capas. Desnudarla servirá de poco: tras sus máscaras o capas no hay nada. El yo es una sucesión de máscaras rotas y reemplazadas, y el sí mismo, la autenticidad irreductible, es una invención, un espejismo, otra máscara.