Los farmacéuticos que trabajamos en el ámbito de la atención primaria y que percibimos nuestros honorarios en función de un margen comercial de lo que vendemos, no estamos de enhorabuena precisamente. En estos tiempos en los que se cambia la Constitución tan rápidamente como de vestido, el fantasma de la liberalización de farmacias vuelve a sobrevolar nuestras cabezas.
La liberalización, que algunos pueden ver ya más como liberación, ha sido la amenaza con la que los políticos profesionales nos han coaccionado, de forma cuasi mafiosa, desde que se les ocurrió que las farmacias eran buenos monigotes con los que jugar al pimpampum. Los políticos aficionados, pero eternos que tenemos dentro, también la han usado para aconsejarnos siempre ese «no me moveré» tan nuestro, como antagonista de la mítica canción que entonaba Joan Baez. A pesar de todo, en las próximas elecciones cambiaremos de políticos profesionales, y los nuestros babearán esperanzados con el nuevo cambio político. Hora es ya de que dejemos de echar la culpa a otros de nuestros males y de empezar a labrarnos el futuro, porque el que nos están diseñando unos y otros nos está matando. Ajustemos las velas a los nuevos vientos.
La farmacia es un establecimiento de acceso a medicamentos y productos sanitarios que, en España, sirve aproximadamente a dos mil habitantes cada una. Antes, para poder ampliar los beneficios, y ahora simplemente para cuadrar las cuentas, diversificó su negocio a la venta de otros productos que pudieran estar relacionados con la salud, y que interesasen a esos presuntos dos mil usuarios. Y así aparecieron la parafarmacia, la dermofarmacia, la dietética, la ortopedia, etc., etc., cuyo negocio se comparte en competencia con otros establecimientos, especializados o de gran consumo.
El seguimiento farmacoterapéutico, de «venta exclusiva en farmacias», beneficia esencialmente a los pacientes crónicos, un 35% aproximadamente de la población; es decir, a unos 700 de los usuarios de una farmacia media. De estos 700, alrededor de la mitad tienen un problema que necesite de intervención: 350. Estos 350 necesitan una media de 7 visitas al año, de las cuales la primera duraría un máximo de una hora, y las siguientes, hasta 30 minutos. Por tanto, cada paciente precisaría 4 horas al año, y para abordar al 100% de las 2.450 visitas de todo el ejercicio se precisarían 1.400 horas de visitas; es decir, 35 semanas de trabajo en jornadas de 40 horas para atender estas visitas. Si hay que añadir un 20% de tiempo para estudiar los casos y documentarlos, serían 7 semanas de trabajo más y se llegan a las 42. Y si se suman las vacaciones del farmacéutico, 46,5. Para llegar a las 52 del año quedan 5 semanas y media, que pueden dedicarse a cursos de formación, asistencia a congresos, publicaciones, etc.
De esta cuenta gruesa se podría colegir que la práctica del seguimiento farmacoterapéutico, en un escenario ideal con el 100% de los pacientes que lo precisan, necesitaría un farmacéutico especializado por cada farmacia de venta media, con un salario que debería ser superior al del convenio, porque asume muchas más responsabilidades. Si este profesional, incluidos seguros sociales, costase mantenerlo tres mil, cuatro mil o cinco mil euros por quince pagas, el punto muerto del negocio de tener una consulta de seguimiento farmacoterapéutico obligaría a cobrar cada visita respectivamente a unos 18,50, 24,50 o 31,50 euros. Y si no se cobrase, la consulta debería proporcionar un incremento de ventas de 135, 180 o 231.000 euros al año. Quizás aquí se encuentren las razones de por qué no hay estas consultas en las farmacias. Y lo que toca demostrar ahora es que el valor que tiene es muy superior a este.