Con una sola imagen se dejan retratar todos los aeropuertos del mundo, todos esos ámbitos que son no-lugar, pero una calle es algo mucho más orgánico y complejo, y no digamos la Gran Vía. Mi recuerdo, por fuerza reduccionista, son dos fotos y un cuadro. En la primera foto aparecen seis hermosas jóvenes subiendo por la acera de los impares hacia la plaza del Callao. Se las ve de espaldas pero por jóvenes se las supone hermosas. Ofrecen un sorprendente y agradable aspecto homogéneo, de casi la misma altura, vestimenta, corte de pelo y andares; la homogeneidad que el tiempo, la moda y los posibles diseñaban. Esas mismas melenas cortas y moduladas, esas cinturas marcadas, esas faldas de entre por debajo de la rodilla y la media pierna, esos zapatos de tacón pero no de aguja. Modistillas o su equivalente social en su día de fiesta. Todos los hombres que entran en campo de chaqueta y corbata. Los edificios en punto de fuga muestran su poderío con rumbosos remates como espadañas laicas. La marquesina es la del cine Lope de Vega. Hay rótulos de compañías aéreas, de un banco, de establecimientos varios. Son amigas, muy amigas, las seis caminan cogidas del brazo componiendo un frente de vitalidad envidiable, son la alegría de vivir aun en tiempos difíciles y en un estado de bienestar remoto. Pasean radiantes y felices en busca de la felicidad. La imagen es de Català-Roca, la hizo en 1955 y la tituló: «Señoritas paseando por la Gran Vía». Quizá lo único que lamente del centenario (no me gustan estos números redondos, tan convencionales) es la confusión que hizo de mi La Gran Vía es New York una guía turística cuando es, creo, una novela. En la iconografía de la calle hay otras dos poderosísimas e imprescindibles imágenes que nos deslumbran con su contundencia definitoria. Son la fotografía de Alfonso, «El torero Fortuna tras estoquear un toro suelto en la Gran Vía el 23 de enero de 1928», y el óleo de Antonio López, «Gran Vía (1974-81)». En ambas un primer plano desconcertante, en una ese morlaco abatido y en la otra esas rayas señalizadoras del tráfico, y en ambas la ciudadanía transformando el realismo de su presencia en tan desaforado como afortunado imaginario. En la foto el gentío que por allí transita posa satisfecho tras el animal y alrededor de Fortuna componiendo una surrealista foto de safari urbano. En el cuadro la ciudadanía desaparece para mostrarnos no una calle desalmada sino sin un alma a la vista, no hay nadie, y esa ausencia paradójica engloba a la multitud transeúnte sin excepción ni olvido. Ese sin olvido, sabiendo que es imposible, es lo que yo intenté en mi novela o lo que sea ese texto literario. Hay otras fotos, infinitas y memorables, la del zepelín, la de Eisenhower, la de Maite y otros compañeros de curso celebrando el paso del Ecuador, pero como imágenes descriptivas para quien no haya paseado por la hoy calle de la Gran Vía, prefiero las tres dichas. A uno le pierde la ficción y en la que le hubiera gustado salir es en la misma que ilusionó a Francisco García Luarca, el jovencísimo recadista de Arturo Barea. Atravesar la Gran Vía en esa moto meteórica, con el aullido de la sirena de alarma y con un foulard blanco de seda cuyo extremo ondea flamígero. Lo he repetido tantas veces a lo largo del año/centenario: la fascinación de esta calle es esa larga, larga, larga, larga, larga cinta de seda inacabable. Como las olas. La primera piedra, o con más precisión el primer derribo inaugural de las obras, se celebró el cuatro de abril de 1910. Coincide en que uno también nació un cuatro de abril, dado el fatalismo de los números redondos les apuesto a que en mi próximo aniversario ya estamos hablando de (ojalá leyendo a) Lezama Lima.
Adiós a la Gran Vía
Por la Gran Vía todos hemos sido paseantes ociosos o urgidos, soñadores o noctívagos, robinsones o tertulianos. Y uno, ahora, en el fin del centenario de la calle, baraja acumuladas imágenes. Difícil elegir una sola imagen para el recuerdo.