Anécdotas personales. Un día del pasado mes de octubre los farmacéuticos catalanes hicieron huelga para que se les abonara lo que la Seguridad Social les debía, en esa misma fecha el novelista Javier Marías rechazó el premio Nacional de Narrativa concedido a su novela Los enamoramientos por el Ministerio de Cultura: «El Estado no tiene por qué darme nada por ejercer mi tarea de escritor (...) siempre he rechazado toda remuneración que procediera del erario público».
A partir de aquí, impersonal y genérica la mercurial valoración del dinero de los premios literarios. Premio, del latín praemium, es una distinción, un galardón o una recompensa (o las tres cosas simultáneamente) que se otorga a alguien por algún mérito o servicio. En general una compensación como reconocimiento a un esfuerzo o logro. Dado que en la República de las Letras el dinero siempre fue un bien escaso, desde siempre se solicitó el praemium según variantes de dádiva, beca, subvención, ayuda... o concursando. Desde el principio: Cervantes dedica su Quijote al Duque de Béjar para así ponerlo «al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia». Y desde el principio está claro que quien concede abrigo es el poder, sea poder político o poder económico, reconocida pareja de hecho. La dignidad puede distinguir entre ayuda desinteresada o soborno y el doble dilema es decidir si es más torticera la generosidad de un ministerio o una editorial y cual me corrompe menos. Y cuando no se ha solicitado si procede de admiración, de amistad o de espurio do ut des, doy y das, te doy para que me des. Más la necesidad: lo necesito para comer y acepto o si lo rechazo puede ser una impagable promoción publicitaria. Rechazarlo sin más o rechazarlo provocando una rueda de prensa multitudinaria es tanto dilema como estatus. La necesidad es naturaleza en estado puro y la naturaleza no es ética, el pez grande se come al chico. Los premios, como la lotería, son injustos por naturaleza, Borges nunca ganó el Nobel: la gracia para uno procede de múltiple desgracia ajena. Los premios literarios, para no ser arbitrarios, deberían concederse por orden de aparición en escena o por orden alfabético, eso sí, sorteando la letra de iniciación del reparto. Quizá no debieran existir y el sustento del escritor debiera ser en exclusiva sus derechos de autor, fantasía inimaginable cuando los lectores son una especie en peligro de extinción, cuando la propiedad intelectual es la única que se socializa, ninguna otra propiedad pasa con los años al dominio público, y cuando en tiempos de crisis la gestión de las agencias literarias no es conseguir un buen contrato con un sustancioso anticipo sino el millonario premio de la editorial puesto que ese es el único dinero disponible. Triste tema el fiduciario literario en una revista farmacéutica.
La post posmodernidad tiene estos conflictos: «aparta o atrapa», palíndromo. Si los escritores no necesitasen del dinero para comer, la República de las Letras sería más justa, pero si no necesitasen comer sería más aburrida. En cualquier caso en la Biblia se lee lo de «el sacerdote vivirá del altar» y eso es lo que impulsó a los farmacéuticos a la huelga. Para que un colectivo tan reposado, digamos tan liberal conservador, se lance al malabarismo de la protesta activa mal o peor tienen que andar las cosas. La coincidencia de las dos anécdotas en el mismo día no es más que eso, coincidencia, la deuda a las boticas nada tiene de premio aunque se termine cobrando.