Siempre he tenido debilidad por los fumadores de puros, de ahí que entre los escritores asmáticos prefiera a Lezama Lima sobre Marcel Proust y que hiciera buenas migas con Cabrera Infante y no con Groucho Marx, que los esgrimía sin encender. A propósito del doctor Javier Puerto Sarmiento, catedrático de Historia de la Farmacia en la Complutense, director del museo de la Farmacia Hispana, bibliotecario de la Real Academia Nacional de Farmacia, buen fumador de habanos y a punto de ser recibido como académico de la Real Academia de la Historia. Para celebrar en la tertulia un ingreso que a todos los contertulios alegra y prestigia. No todos los días ingresa un boticario en una academia no farmacéutica. Como no podía ser de otra forma, su discurso de ingreso versará sobre la intrincada senda de la historia de la farmacia y de la ciencia, lo aguardamos impacientes. Nuestro hombre, tras una juventud de melena larga, se ha convertido en un sabio de reflexión inteligente, de imaginación audaz, sensible a la desdicha ajena y de un valor suicida pues casi eutanasia es el escribir novelas siendo catedrático de Ciencias. Quizá la Historia sea la coartada que le ha salvado, los iniciados saben que la Historia es un subgénero novelesco en dura competencia con la ciencia-ficción: el pasado cada vez es más impredecible. Investigador y escritor infatigable. Del alfaguara de su producción (me atrevo a aventuras sin más base que mi prejuicio) son dos textos los que han decidido su merecido y meritorio ingreso en la Academia de la Historia. El hijo del centauro, quizá la mejor novela histórica española del siglo XX; y sin duda la más original e insólita biografía de Felipe II, La leyenda verde. Naturaleza, sanidad y ciencia en la corte de Felipe II, iluminadora de la desconocida cara positiva de un rey siempre visto y vestido de negro, leyenda incluida. Por ser en feliz intertextualidad el mismo ámbito en ambas obras, en ficción desmedida la primera y en documentadísimos datos la segunda. En la novela. En 1601, Juan Garci, hijo de una ramera y de un cazador de centauros, bajó del monte para emplearse como aprendiz de la mejor botica de Castilla. Años después sirvió al Emperador en la Nueva España, primero como soldado y luego como secretario del Virrey, escudero y correveidile, para más tarde volver a la Península y ocupar el honroso puesto de ayudante de un destilador de Felipe II. En la biografía los morteros y alambiques continúan en busca de la destilación suprema de quintaesencias, o sea de la verdad, conscientes él y el rey, entre el esfuerzo y el asombro, de que el conocimiento no se compra, se merece. Felipe II preocupado por la alquimia, las ciencias naturales y los parques ecológicos, la leyenda verde contra la leyenda negra. Conjugar amenidad y rigor es un don que los dioses solo conceden a los elegidos que se lo trabajan donosos y denodadamente como Javier Puerto. Pintoresco botón de muestra de esta dualidad es esta pieza para el zoo de Aranjuez: «San Isidoro confundía al unicornio con el rinoceronte. De ese animal torpe y furibundo teníamos noticia por el portugués Cristóbal de Acosta, merced a un libro publicado en la ciudad de Burgos, y luego, cuando el Reino de Portugal pasó a nuestra corona, porque le enviaron al monarca una de esas fieras de sus posesiones africanas» (Acontecimiento que nomina una calle de Madrid: Abada es rinoceronte en portugués colonial). Quede aquí constancia agradecida de quienes lúcidos propusieron la candidatura de nuestro colega: José Alcalá Zamora, Faustino Menéndez Pidal y Carlos Martínez Shaw. Y regocijémonos todos en su éxito.