Tras la primera definición oficial ofrecida por la OMS –que proponía como principal criterio diagnóstico la inclusión de evidencias clínicas de insulinorresistencia–,se han ido proponiendo otras definiciones alternativas por distintos grupos de trabajo de comunidades científicas, en las que cada una de ellas presenta ciertas variaciones cualitativas y cuantitativas en los criterios definitorios del síndrome metabólico. No obstante, la obesidad de distribución central, el aumento de la presión arterial, la hiperglucemia, la disminución de las concentraciones de colesterol unido a lipoproteínas de alta densidad (cHDL), y la elevación de las concentraciones de triglicéridos, son criterios que suelen converger en la mayoría de propuestas.
Consecuencia de la falta de consenso en una única definición, y por tanto en la aplicación de criterios diagnósticos comunes, es la falta de homogeneidad en los valores de incidencia y prevalencia determinados, así como en la comparación de datos obtenidos en el contexto clínico y de la investigación. Esta situación puso de manifiesto la necesidad –en todos los ámbitos– de una definición estandarizada internacional, para lo cual la IDF (International Diabetes Federation) ha liderado esta tarea mediante un grupo de consenso integrado por miembros de todas las regiones geográficas y por representantes de distintas organizaciones profesionales.
La principal finalidad del grupo de consenso es el establecimiento de criterios útiles en la práctica clínica y en el ámbito epidemiológico, así como la identificación de individuos con síndrome metabólico, un mayor conocimiento de la naturaleza del síndrome y, consecuentemente, una mejora en las estrategias terapéuticas y preventivas que lleven a una reducción del riesgo a largo plazo de enfermedades cardiovasculares y de la diabetes tipo 2.
En la nueva definición, la obesidad central es un requisito necesario para establecer el diagnóstico de síndrome metabólico, existiendo valores umbrales específicos en función de las características étnicas del individuo. La medida del perímetro de la cintura es el parámetro utilizado para su ponderación, sin embargo este puede ser obviado cuando el índice de masa corporal es superior a 30 (IMC >30). No obstante, no es el único parámetro a valorar y junto con la obesidad central, deben coexistir al menos dos de los siguientes criterios:
• Aumento de triglicéridos o tratamiento específico de esta alteración.
• Disminución del cHDL o tratamiento específico de esta alteración.
• Aumento de la presión arterial o tratamiento de hipertensión diagnosticada previamente.
• Incremento de la glucemia o diabetes tipo 2 previamente diagnosticada.
Otra de las características de la actual definición del síndrome metabólico es presentar un carácter dinámico, siendo así susceptible de incorporar cambios e introducir –si se considera adecuado–, nuevos criterios diagnósticos (proteína C reactiva, adiponectina, otras adipocinas...), que permitan establecer índices predictivos de mayor fiabilidad y mejor capacidad diagnóstica.
En referencia a su evolución, y si bien los datos de prevalencia son dispares en función de la definición utilizada para su determinación, existe una convergencia clara en concluir un notable descenso en la edad de los grupos de riesgo de sufrir el síndrome metabólico. Ello es consecuencia directa e incuestionable de los malos hábitos alimentarios y conductuales de la sociedad actual, con independencia del sexo o etnia del grupo estudiado.
Etiopatogenia
No existe una única causa imputable al desarrollo del síndrome metabólico, ni tampoco se conocen con exactitud todos los factores que contribuyen a que se manifieste. De hecho, incluso hay autores que lo consideran una entelequia, ya que postulan que la existencia de una asociación estadística superior a la dependiente del azar, entre las diferentes manifestaciones clínicas que lo conforman, no es suficiente para que pueda ser considerado como un síndrome. Para que el SM tenga una entidad propia debe identificarse una raíz común en su origen, una repercusión clínica particular y diferente de la suma de sus componentes y una utilidad práctica en su identificación.
Los primeros intentos de fijar la etiopatogenia del SM situaron la resistencia a la insulina/hiperinsulinemia como el factor determinante clave en la génesis de la constelación de manifestaciones clínicas que definen el síndrome: cuando las células se vuelven resistentes a la insulina, el páncreas tiende a compensar esta deficiencia aumentando la producción de dicha hormona para mantener la glucemia en su rango normal. Esta alteración del metabolismo glucídico se traduce en la presencia de una mayor cantidad de insulina en el torrente sanguíneo tanto después de las comidas como en ayunas.
Cuando esto ocurre, se multiplica la probabilidad de sufrir un episodio cardiovascular porque la insulina:
• Aumenta la producción hepática de los niveles de VLDL (lipoproteínas de muy baja densidad), triglicéridos.
• Reduce los niveles de HDL («colesterol bueno») y eleva los de LDL («colesterol malo»).
• Estimula la proliferación endotelial causante del inicio del proceso aterosclerótico.
• Contribuye a la aparición temprana de diabetes y su progresión subsiguiente.
• Eleva la presión arterial.
• Aumenta la capacidad de coagulación sanguínea.
Para los defensores de esta teoría, el sobrepeso/obesidad ejercería un papel secundario-facilitador por la mayor probabilidad que una persona obesa tiene de ser lo suficientemente resistente a la insulina como para desarrollar las manifestaciones clínicas asociadas a un exceso de esta hormona.
En contraposición con esta teoría, otras corrientes defienden que la obesidad central (abdominal) estaría en el hipocentro del síndrome. El tejido adiposo visceral deja de ser considerado como un reservorio energético con una actividad metabólica pasiva a ser el responsable de la secreción de una serie de sustancias con efectos endocrinos, paracrinos y autocrinos (leptina, adiponectina, factor de necrosis tumoral alfa [TNFα], interleucina 6 [IL-6], factor de crecimiento del endotelio vascular...). La posibilidad de que la producción insuficiente o el metabolismo acelerado de alguno de estos mediadores fisiológicos pudiesen desempeñar un papel etiopatogénico en el SM plantea la posibilidad de que su administración terapéutica constituyera una alternativa válida para el tratamiento del SM, de la insulinorresistencia o la aterosclerosis.
Una tercera corriente planteó la hipótesis de que el SM tuviese su origen en el aumento de la proteína C reactiva y otros marcadores del sistema de inflamación, responsables del estado inflamatorio asociado a la obesidad, que se traduciría en una resistencia a la insulina. Resultado directo de ello sería un mayor riesgo de desarrollar uno o más de los episodios clínicos adversos relacionados con el defecto en la acción de esta hormona y que, consiguientemente, desembocan en las alteraciones propias del SM. Un estudio reciente destinado a confirmar dicha hipótesis ha permitido descartarla y confirmar que la elevación de la proteína C reactiva no es causa, sino consecuencia del SM.
La realidad es que, a día de la fecha, no existe un consenso sobre la existencia de un único mecanismo etiopatogénico del SM y no son pocos los autores que consideran que los riesgos atribuibles a este síndrome no son más que los vinculados a la presencia de sus componentes individuales.
Epidemiología
Teniendo en cuenta la variabilidad en sus parámetros definitorios, es fácilmente comprensible que no se disponga de unos datos epidemiológicos fiables y homogéneos. La prevalencia que aparece en las publicaciones científicas presenta un amplio margen de variabilidad en función de la definición empleada para su determinación, así como del origen étnico o del estilo de vida.
En Europa, la mayoría de los datos apuntan a una prevalencia alrededor del 25% en la población general (ligeramente superior en varones que en mujeres), observándose un aumento de este parámetro con la edad y el peso corporal. A partir de los 60 años, la prevalencia es del 40%, igualándose en esta franja etaria el riesgo entre ambos sexos. El estatus socioeconómico es otro parámetro que se relaciona de forma inversa y potente con la obesidad y el riesgo de SM.
La prevalencia de SM presenta valores del 50% entre la población con antecedentes de cardiopatía isquémica o alguna otra afección vascular o entre los familiares de personas diabéticas. Entre los pacientes diabéticos la tasa de SM se sitúa cerca del 80%.
En lo que respecta a su presencia en la población pediátrica, un estudio reciente cuantificó en un 18% la prevalencia del SM entre los niños con obesidad moderada; un dato que, aunque es elevado, está muy por debajo de las prevalencias de otros países europeos como el Reino Unido o Turquía.
Tratamiento
Las discrepancias, tanto en la definición del SM como en su etiopatogenia, se extienden a la utilidad clínica de su diagnóstico y su tratamiento. Así, el SM se está utilizando como un medio para identificar a aquellos pacientes cuyo estilo de vida les lleva a presentar factores de alto riesgo de padecer algún episodio cardiovascular severo.
Sin llegar a reconocérsele un papel predictivo, la inclusión de un paciente dentro de este grupo sindrómico podría ayudar al facultativo a inferir e investigar la existencia de potenciales factores de riesgo metabólico silentes en aquellos pacientes que acuden a la consulta presentando diversos factores de riesgo cardiovascular. Las manifestaciones clínicas que el paciente refiere constituirían la punta del iceberg que, sin la existencia de este síndrome, dejaría fuera de la vista del médico una gran parte de los riesgos que comporta el estado fisiopatológico del enfermo que acude a su consulta.
Por lo que respecta al tratamiento propiamente dicho, tanto el de primera línea del SM como el de sus componentes por separado, consiste en la modificación de los hábitos higienicodietéticos que conduzcan a un estilo de vida saludable, basado en una alimentación adecuada y equilibrada, la práctica regular de actividad física y evitar el sobrepeso. Solo en aquellos casos con un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular puede considerarse necesaria la instauración adicional o secundaria de un tratamiento farmacológico.
Sin embargo, es un hecho demostrado que algunas de las manifestaciones clínicas del síndrome metabólico presentan una elevada comorbilidad y son muy prevalentes en las distintas poblaciones. Esto hace que en algo más de la mitad de los pacientes que mejoran significativamente su peso corporal con los cambios dietéticos y que mantienen un grado satisfactorio de actividad física requieran la instauración de un tratamiento farmacológico concomitante para conseguir un control adecuado de la hipertensión arterial, la diabetes o la dislipemia.
Prevención
El fundamento de la prevención primaria del síndrome metabólico es el manejo eficaz, multifactorial, individualizado, persistente y enérgico de los diferentes factores de riesgo que lo definen en aras a reducir el riesgo de padecer enfermedad cardiovascular. La comorbilidad de las diferentes entidades clínicas que lo componen hacen que a menudo –y según las circunstancias particulares del paciente– sea más conveniente adoptar una estrategia encaminada a conseguir una mejoría moderada sobre diversos factores de riesgo cardiovascular que intervenir enérgicamente sobre un solo factor, obviando los restantes.
La dieta es un elemento clave tanto en la prevención del síndrome metabólico como en su tratamiento. Su importancia se ha manifestado, incluso antes de haberse definido formalmente este estado patológico, existiendo referencias de ello desde principios del siglo XX.
Es aconsejable fomentar dietas saludables y equilibradas –ricas en frutas, verduras, hortalizas, legumbres, cereales, preferentemente integrales y frutos secos–, el consumo moderado de azúcares refinados y la reducción de la ingesta de grasas, así como evitar los alimentos precocinados, muy condimentados y la bollería, además de los alimentos hipercalóricos ricos en grasas y azúcares.
El aumento de la actividad física es otro de los pilares en su prevención. Los beneficios de esta actividad redundan en todas y cada una de las facetas del paciente. Se recomienda una pauta regular en la práctica deportiva y adecuada tanto a la edad como a las demás características del paciente. La inclusión en la rutina diaria de hábitos y programas deportivos es importante que se inicie en el ámbito escolar a fin de contrarrestar el sedentarismo que impera en la sociedad actual. Esta medida adquiere una dimensión especialmente importante al valorar los actuales indicadores de salud y constatar que la obesidad infantil se ha convertido en un verdadero problema sanitario.
La deshabituación tabáquica y reducir el consumo de alcohol son otras de las medidas que mayor impacto ofrecen en la evitación del síndrome.
Todas estas medidas pueden resumirse en la adopción de un estilo de vida saludable, en que los hábitos y comportamientos que lo hacen posible deben inculcarse desde edades tempranas. Los profesionales sanitarios pueden y deben contribuir a ello, divulgando de forma rigurosa y constante las medidas que el paciente debe integrar para reducir en el futuro el desarrollo de este estado patológico.
Es igualmente importante recoger, que si bien la prevalencia de esta patología es mayor en la edad adulta, se describen cada vez con mayor frecuencia casos que afectan a niños y adolescentes, por lo que incidir preventivamente sobre este grupo de población es una medida básica para obtener una actuación exitosa. En este caso, la coordinación de actuaciones formativas entre el ámbito escolar y familiar son absolutamente necesarias.