El deterioro cognitivo es la manifestación clínica más importante de las demencias. La prevalencia mundial de la demencia se calcula en 35,6 millones, y se espera un incremento en el futuro, tanto por el aumento de la esperanza de vida como por el envejecimiento de la población, de manera que podrían superarse los 100 millones en el año 2050. Es por ello que mantener la salud cognitiva es una prioridad de salud pública, debido al coste de los recursos sanitarios que las demencias generan.
La enfermedad de Alzheimer (EA) y la demencia vascular en las personas mayores y muy mayores conforman frecuentemente una demencia mixta que presenta ambos tipos de lesiones cerebrales (vasculares y degenerativas), de manera que sólo un 10-15% de los casos padecen únicamente enfermedad de Alzheimer o vascular pura: la gran mayoría de pacientes presenta una mezcla de ambas lesiones.
El riesgo de sufrir demencia se asocia tanto a factores genéticos como ambientales. Aunque potencialmente hay un fuerte componente genético, los factores genéticos no son modificables en estos momentos. En cambio, la intervención sobre los factores ambientales sí puede modificar el riesgo de sufrir demencia, ya que éstos influyen sobre el momento de la expresión clínica de los síntomas y, aunque no repercutan sobre la presencia o ausencia global de patología, sí contribuyen a la «reserva cerebral» o «reserva cognitiva».
El concepto de «reserva cognitiva» se ha utilizado en el campo de la investigación de la EA y del envejecimiento normal para explicar la falta de correspondencia entre las características clínicas de los pacientes y los hallazgos neuropatológicos y de neuroimagen. En algunos estudios se observó que, al analizar anatomopatológicamente el cerebro de personas cognitivamente sanas tras su fallecimiento, éstas presentaban lesiones neuropatológicas compatibles con el diagnóstico de EA. Se han definido diferentes variables que influyen en la reserva cognitiva en algunos pacientes (todas ellas factores ambientales). Las más estudiadas son los años totales de escolaridad, el cociente intelectual, la ocupación profesional realizada a lo largo de la vida, las aficiones, la alimentación y la actividad física practicada con regularidad, así como otras variables relacionadas con hábitos de vida saludables.
Existen estudios epidemiológicos que apoyan la influencia de estos factores de riesgo de demencia prevenibles, relacionados con los estilos de vida en la edad adulta y vinculados a la aparición de demencia en la senescencia.
La hipótesis de Barker y Osmond postula que el riesgo vascular del individuo empieza en el útero materno, y que la influencia de la alimentación y su calidad empieza ya antes de nacer y en la infancia: la alimentación y la educación condicionan el desarrollo del sistema nervioso y sus conexiones sinápticas. El bajo nivel educativo y el analfabetismo son factores de riesgo de demencia, y, siempre según esta hipótesis, resulta muy probable que muchos de estos factores de riesgo acaben teniendo consecuencias en la salud del adulto y el anciano, e incluso multipliquen su repercusión cuando confluyen varios de estos factores. Por tanto, la prevención y el tratamiento de los factores de riesgo vasculares con un estilo de vida activo, con ejercicio físico, intelectivo y social, pueden reducir el riesgo de demencia, incluso en la ancianidad.
Seguidamente, a partir de una reciente revisión de Tiffany Hughes y Mary Ganguli, analizaremos cada uno de estos factores.
La dieta es una parte importante de un estilo de vida saludable e influye en el riesgo de padecer varias enfermedades y en el proceso de envejecimiento en general.
En un estudio retrospectivo que midió el consumo de cafeína durante un periodo de 20 años antes de la evaluación de la EA, se constató que un consumo alto de cafeína estaba asociado a una disminución del riesgo de sufrir EA. Los efectos beneficiosos de la cafeína pueden generarse tanto a través de mecanismos que reducen la producción de A como mediante el aumento del nivel de las proteínas cerebrales más importantes para el aprendizaje y la memoria (como el factor neurotrófico derivado del cerebro).
Otra de las sustancias que se está investigando para valorar su relación con diferentes patologías en personas mayores es la vitamina D. El déficit de esta vitamina, que es prevalente en ancianos (25-hidroxi-vitamina D [25 OH D] <30 ng/mL en sangre), se asocia a demencia, patología cerebrovascular y enfermedad de Parkinson, entre otras.
Asimismo, los flavonoides procedentes de las hortalizas, del cacao, del jugo de frutas y del vino tinto también se han descrito como antioxidantes que promueven la salud cardiovascular a través de mecanismos relacionados con la reducción de la presión arterial (Allen, et al., 2008; Grassi, et al., 2008); el aumento de la sensibilidad a la insulina (Grassi, et al., 2008), la reducción del colesterol LDL (Allen, et al., 2008, Hamed, et al., 2008) y de la reactividad plaquetaria, la mejora de la función endotelial y la disminución de la inflamación (Hamed, et al., 2008).
En una revisión Cochrane de 2008 sobre los ácidos omega 3, que valoró los estudios publicados sobre los suplementos de omega 3 como factores preventivos del deterioro cognitivo y EA en ancianos cognitivamente sanos, se llegó a la conclusión de que un gran número de estudios biológicos y epidemiológicos sugieren un efecto protector de los ácidos grasos poliinsaturados omega 3 contra el deterioro cognitivo y la demencia. Los mecanismos postulados para justificar este efecto se basan en sus propiedades antiaterogénicas, antiinflamatorias, antioxidantes, antiamiloideas y neuroprotectoras (Lim, et al., 2008).
Algunos patrones de dieta, como la dieta mediterránea, también son beneficiosos en la prevención de la demencia. La dieta mediterránea consiste en una elevada ingestión de frutas, hortalizas, productos integrales, pescado y aceite de oliva. Por tanto, es una dieta rica en antioxidantes, como las vitaminas C y E, que mitigarían la formación de radicales libres y el daño oxidativo, los cuales están relacionados con las enfermedades cerebrales asociadas a la edad. Su consumo en la edad adulta se relaciona con una mayor disminución del riesgo de padecer EA.
Ejercicio
Los beneficios del ejercicio físico en la salud general de las personas, a cualquier edad, son bien conocidos. En un reciente estudio de Snowden et al. (2011) se plantea la importancia del ejercicio físico, valorándose como uno de los factores relacionados con el estilo de vida que más podría influir en el retraso del deterioro cognitivo y en la conservación de la inteligencia fluida de las personas mayores. La realización de actividad física se ha asociado a un envejecimiento cognitivo saludable, y se ha llegado a convertir en un componente habitual de los programas de intervención para la promoción de la salud en adultos mayores (Erickson y Kramer, 2009; Lautenschlager, et al., 2012). De forma progresiva, la actividad física se está reconociendo como un factor altamente protector de la cognición, tanto en estados de envejecimiento cerebral normal como en diferentes fases de deterioro cognitivo. De hecho, la práctica de ejercicio físico de forma regular se ha asociado a un incremento del volumen cerebral en regiones relacionadas con las funciones cognitivas que declinan con la edad (López, et al., 2011).
Las investigaciones en este campo sugieren que el ejercicio afecta directamente a las estructuras y funciones del cerebro. El incremento de la capacidad aeróbica aumenta el flujo sanguíneo cerebral, mejorando la utilización del oxígeno y la glucosa del cerebro, y aumenta también la secreción de insulina, estimulando la neurogénesis e incrementando las interconexiones sinápticas (Archer, 2011). Asimismo, la actividad física favorece la regulación de los neurotransmisores y la estimulación para la liberación de calcio, mecanismos necesarios para mantener el funcionamiento neuronal, promover un estado de ánimo positivo y mejorar la función cognitiva. Con el ejercicio físico se puede incrementar la capacidad de reserva cognitiva del cerebro, reducir la tasa de envejecimiento no saludable y disminuir el riesgo de desarrollo de enfermedades neurológicas (Tseng, et al., 2011).
Los riesgos y beneficios de la ingesta de alcohol se han debatido durante años. El único riesgo claro de deterioro cognitivo se produce con el consumo excesivo de alcohol. Los estudios comparativos son difíciles de llevar a cabo por la disparidad en las definiciones del término «ingesta de alcohol» en los grupos de referencia (personas que no beben nunca, personas que bebían previamente y ahora se abstienen, o personas que beben infrecuentemente comparadas con bebedores habituales) y las diferentes medidas de resultados.
A pesar de ello, varios estudios longitudinales, incluyendo aquellos con medidas de exposición en la mediana edad, han constatado algún beneficio (en relación con la cognición) en el consumo diario y mesurado de alcohol (un vaso de vino en las comidas) en comparación con el consumo poco frecuente o inexistente de alcohol (Stott, et al., 2008; Ganguli, et al., 2005).
Actividad mental
Hay un gran interés en saber si la actividad mentalmente estimulante beneficia a la salud cerebral y cognitiva, de forma análoga a los beneficios bien establecidos de la actividad física sobre la salud. Hasta la fecha, sólo dos estudios han examinado de forma prospectiva el papel de las actividades cognitivas en la edad adulta sobre el riesgo de sufrir demencia en la EA. Ambos estudios incluyen un análisis doble para valorar los aspectos genéticos y el entorno no controlado de las primeras etapas de la vida. Los resultados de cada uno de estos estudios sugieren que una mayor participación en actividades cognitivamente estimulantes se asocia a una disminución del riesgo de sufrir demencia y EA en las mujeres.
Las actividades mentalmente estimulantes pueden considerarse como la estrategia más directa para aumentar la reserva cerebral mediante: la inducción de neurogénesis y sinaptogénesis, el aumento de la reactividad sináptica del hipocampo, la mejora de la vasculatura cerebral, la disminución del depósito de A en el cerebro, la reorganización de redes neurocognitivas, la atenuación de las reacciones adversas de las hormonas del estrés en el cerebro, y la modificación de la asociación entre la densidad de las lesiones de la sustancia blanca, que refleja microangiopatía, y el rendimiento cognitivo.
En cuanto a la estimulación intelectual, hay estudios que constatan el efecto protector (en la incidencia de demencia) de este tipo de estimulación en personas mayores, y que evidencian que los distintos tipos de programas de entrenamiento cognitivo tienen efectos importantes y duraderos sobre la función cognitiva de estos pacientes.
Sueño
También se ha estudiado la relación entre el deterioro de la función cognitiva y el factor sueño. Las consecuencias de un sueño poco satisfactorio en los adultos mayores son numerosas, e incluyen una salud deficitaria, deterioro cognitivo y mortalidad. Un sueño insuficiente puede tener efectos importantes sobre la función cognitiva durante el día. Se incrementa la necesidad de dormir y descansar durante el día, hay una disminución de la capacidad de atención y de la memoria, con un enlentecimiento en el tiempo de respuesta, y todo ello afecta a las relaciones con las personas del entorno, como los familiares y amigos. El insomnio crónico tiene un alto impacto en la función cognitiva de los adultos mayores, y es un factor predictivo de deterioro cognitivo. También el exceso de somnolencia diurna es un factor de riesgo asociado a deterioro cognitivo y demencia. Un estudio concluyó que una duración prolongada del sueño (suma de las horas nocturnas y diurnas) podría asociarse a un incremento del riesgo de demencia.
El uso inapropiado o contraindicado de medicamentos en pacientes ancianos es frecuente y se asocia a malos resultados en salud. Un factor de riesgo importante de los efectos adversos de los medicamentos es el aumento de la sensibilidad a los efectos del fármaco sobre el sistema nervioso central (SNC) (Barton, et al., 2008). Los fármacos consumidos por los pacientes afectan, en muchas ocasiones, a su nivel cognitivo. Los mecanismos de acción de los principios activos interfieren de manera muy habitual en la función de diferentes neurotransmisores o en distintos sustratos del metabolismo neuronal (Moore y O´Keeffe, 1999). Esta acción puede, según el fármaco, ser causa de delirio o demencia, e incluso propiciar el desarrollo de EA. Hay una alta tasa de uso de fármacos activos sobre el SNC en pacientes con deterioro cognitivo, y ello a pesar del hecho de que estos medicamentos pueden empeorar la cognición y ser una posible causa «reversible» de pérdida de memoria. Por supuesto, en otros casos, la administración de un tratamiento farmacológico puede suponer una prevención considerable a desarrollar estas enfermedades.
La vía colinérgica del SNC es muy sensible a la farmacoterapia, y a ella se le atribuyen entre el 11 y el 30% de los casos de delirio en ancianos hospitalizados (Francis, et al., 1990); también es la causa directa del 2-11% de los casos de personas que han desarrollado demencia (Starr y Whalley, 1994). La población anciana es la que se encuentra más expuesta a este tipo de fármacos, ya que debido a sus características farmacocinéticas y farmacodinámicas son víctimas habituales de procesos iatrogénicos (Beyth, et al., 2000). Además, los mayores de 65 años consumen más del 30% de los fármacos prescritos, cuando sólo representan el 10% de la población general (Wallsten, et al., 1995).
A continuación, se describen los principales fármacos que, según los estudios realizados, pueden afectar al nivel cognitivo de los pacientes que los consumen.
Benzodiazepinas (BDZ). Son los fármacos más prescritos por los médicos para tratar el insomnio. El problema es que casi tres cuartas partes de los ancianos que reciben esta prescripción padecen insomnio crónico, por lo que acaban convirtiéndose también en consumidores crónicos (Lechevallier, et al., 2003).
Las BDZ pueden provocar sedación excesiva, deterioro cognitivo, alteraciones psicomotoras y de la coordinación, enlentecimiento, caídas (con riesgo de fracturas), vértigo, disartria, ataxia, depresión o dependencia farmacológica. Además, los ancianos son más sensibles a todos estos efectos adversos (Ranstam, et al., 1997). Así, algunas personas mayores que han sido tratadas crónicamente con BDZ se vuelven irritables, sufren cierto grado de confusión y su memoria se ve afectada. Este último aspecto es particularmente importante, ya que sus efectos se suman al posible deterioro cognitivo de base. De hecho, diversos estudios han constatado que el 41% de los ancianos con demencia han recibido o reciben tratamiento con psicotrópicos, y es probable que esta cifra se acerque al 70% (Patiño, et al., 2008).
El abuso en el consumo y la cronicidad del tratamiento con BDZ propicia la aparición de alteraciones cognitivas (Barker, et al., 2004; Paterniti, et al., 2002), y éstas persisten durante meses e incluso años tras la retirada del fármaco, de forma que varios autores aseguran que puede ser la causa de un deterioro cognitivo que pueda llevar al paciente a desarrollar la EA (Barker, et al., 2004; Bowen y Larson, 1993; García-Alloza, et al., 2006).
Opiodes. En varios estudios se ha demostrado que el consumo de opioides está estrechamente relacionado con las alteraciones neurológicas y mentales (Francis, et al., 1990), aunque también podrían ser debidas al propio dolor que padecen los pacientes. Estas alteraciones se deben a un estado de hiperexcitabilidad del SNC.
El síndrome de neurotoxicidad inducida por opioides abarca alteraciones cognitivas, confusión y delirio, alucinaciones, mioclonías, convulsiones e hiperalgesia. La confusión y el delirio suelen ser las manifestaciones más habituales, aunque son reversibles, ya que generalmente los síntomas revierten con la rotación de opioides, la reducción de dosis, la modulación circadiana, la hidratación o la retirada por completo del opioide (Centeno y Bruera, 1999).
Fármacos con efectos anticolinérgicos. Varios estudios experimentales y clínicos han demostrado de forma consistente que la disfunción del sistema colinérgico tiene un impacto negativo en el rendimiento cognitivo.
El consumo de estos fármacos en las personas mayores es elevado, y muchos de los medicamentos comúnmente recetados tienen efectos anticolinérgicos, como los antieméticos, antiespasmódicos, broncodilatadores, antiarrítmicos, antihistamínicos, analgésicos, antihipertensivos, los agentes antiparkinsonianos, los corticosteroides, los relajantes musculares, los fármacos para el tratamiento de la úlcera péptica y los psicotrópicos. Además, es probable que todos estos fármacos tengan un efecto más tóxico en las personas de edad avanzada debido al aumento de la permeabilidad de la barrera hematoencefálica, a un más lento metabolismo y semivida de eliminación, y al mayor consumo de fármacos a estas edades. En las residencias de ancianos de Estados Unidos, más del 30% de los residentes toman como mínimo dos fármacos anticolinérgicos, y el 5% toma más de cinco (Feinberg, 1993; Blazer, et al., 1983); además, se estima que el 51% de la población general utiliza fármacos anticolinérgicos (Mulsant, et al., 2003).
Fármacos. Posibles factores protectores de deterioro cognitivo
Antiinflamatorios no esteroideos (AINE). Actúan bloqueando la síntesis de prostaglandinas, con efectos similares a los de los corticoides, pero sin sus efectos secundarios. Una posible indicación que se encuentra en fase de investigación es el tratamiento de la EA, pues hay indicios que invitan a pensar que pueden resultar eficaces.
La inflamación puede ser un importante mecanismo subyacente de la demencia y el deterioro cognitivo en los ancianos. Se ha relacionado con la cascada neuropatológica que conduce al desarrollo de la EA y a otras formas comunes de demencia en la vejez. Estas observaciones han llevado a realizar estudios epidemiológicos observacionales para definir la asociación de los marcadores inflamatorios sistémicos y cerebrales con el deterioro cognitivo y la demencia. Además, se han realizado ensayos clínicos para elucidar mejor el posible papel de los AINE en la prevención o ralentización de la progresión de la EA. Los resultados son prometedores, y parece que los AINE pueden prevenir la demencia si se administran en la ventana de tiempo adecuada durante la fase de inducción de la enfermedad y en los sujetos con apolipoproteína E (APOE) alelos e4 (Gorelick, 2010).
Desde el punto de vista neuropatológico, la EA se caracteriza por depósitos de beta-amiloide y ovillos neurofibrilares rodeados por células inflamatorias (microglía) (Stalder, et al., 1999). La respuesta inflamatoria se asocia a la pérdida de neuronas adyacentes a las placas de beta-amiloide (Kalaria, 1999). Se ha comprobado que tanto la ciclooxigenasa 1 (COX-1) como la 2 (COX-2) potencian la generación de beta-amiloide mediante mecanismos que implican actividad de la γ-secretasa (Qin, et al., 2003). La γ-secretasa es una enzima que cliva la proteína precursora de amiloide (APP) necesaria para generar beta-amiloide. Diversos estudios observacionales han coincidido en señalar que el uso prolongado de AINE reduce el riesgo de desarrollar EA y retrasa la instauración de la enfermedad.
Las primeras sospechas de que el uso prolongado de AINE podría reducir el riesgo de EA proceden de la observación de la escasa prevalencia de demencia que se da entre los pacientes con artritis reumatoide. Desde entonces, varios estudios epidemiológicos han sugerido que el uso prolongado de AINE podría reducir el riesgo de EA (Cornelius, et al., 2004).
Antihipertensivos. Se sabe que la hipertensión es uno de los principales factores de riesgo de enfermedad cerebrovascular, y que está también estrechamente relacionada con el declive cognitivo y la demencia. Muchos estudios longitudinales han demostrado que la función cognitiva es a menudo inversamente proporcional a los valores de presión arterial medidos en los 15 o 20 años anteriores a la demencia (Hanon, et al., 2005), y que la hipertensión es un factor de riesgo de deterioro cognitivo y demencia vascular (Vicario, et al., 2005), de manera que es muy posible que la hipertensión arterial desempeñe un papel en la patogenia del deterioro cognitivo (Paglieri, et al., 2004).
Son numerosos los estudios que intentan establecer una relación entre el uso de distintos antihipertensivos y la función cognitiva, para determinar qué tipos de antihipertensivos podrían resultar más eficaces.
La existencia de factores de riesgo modificables hace posible que, con una prevención de los factores de riesgo vasculares y un estilo de vida saludable en la etapa adulta, pueda conseguirse un retraso en la aparición de demencia en el anciano, o incluso la reducción de su prevalencia.
En las décadas venideras, el número de ancianos con riesgo de demencia se incrementará, debido sobre todo al envejecimiento de la población. Si se consigue retrasar la edad de aparición de la demencia, tal vez podamos evitar esta futura epidemia, y, con ello, la carga social que puede conllevar.
Es muy posible que, en una sociedad con mejor salud y educación desde la infancia, y con una prevención de factores de riesgo vasculares y un estilo de vida saludable en la edad adulta, consiga generarse un retraso en la aparición de la demencia del anciano y/o una disminución de sus síntomas.
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