Una vez oí decir acerca de Brasil que era un país con futuro, y que siempre lo tendría. Me hizo gracia esa frase, que aludía a las enormes expectativas que a lo largo de la historia había creado un gran país, multicultural, pluriétnico y grande, muy grande. Inevitable fue para mí pensar en la farmacia, y no tanto como establecimiento sanitario, sino como esa inmensa red de más de veinte mil puntos que se extienden a lo largo de la geografía española, diseminados de forma estratégica, que ofrecen proximidad y acercan a un profesional de la salud de formación universitaria a una población cada vez más formada y desinformada. Una profesión que siempre fue importante, muy importante, aunque, a diferencia de Brasil, cada vez despierte más dudas. La farmacia, y de momento no hablo del profesional que la dirige, me parecía un establecimiento sanitario con futuro, con mucho futuro. Eso pensaba hace veinticinco años, y lo sigo pensando todavía, aunque durante el transcurso de estos años mi experiencia personal haya pasado del entusiasmo al escepticismo, si no a la decepción.

Cuando alguna vez leemos una publicación con un título parecido al de este artículo, con frecuencia suele ser un publirreportaje de alguna empresa de mobiliario de diseño; otras veces se trata de una línea de productos, por lo general de alta cosmética, que otorgarán al establecimiento un toque de modernidad, distinción y glamour, que los diferenciará del resto de colegas no tan innovadores, distinguidos o encantadores, que ejercen una profesión sanitaria, no se olvide, regulada y planificada, cuya legislación, por muy etérea y vaporosa que sea, que lo es, trata de poner su énfasis en lo asistencial.
Hace ya muchos años la farmacia era el farmacéutico, y ahora sí que hablo del profesional. Era un lugar en que un profesional con conocimientos específicos preparaba medicamentos, esto es, daba la forma farmacéutica adecuada a los principios activos que se utilizaban para mejorar la salud de los pacientes que los precisaban. Pero la industrialización de la elaboración de medicamentos cambió el foco, y creció la importancia del producto en detrimento del farmacéutico, o el espacio antes que el profesional.
Con el tiempo, el establecimiento se fue llenando y llenando de productos y más productos, para los que el farmacéutico no tenía una formación específica, y la farmacia se convirtió en un batiburrillo de cosas barnizadas de utilidad sanitaria. Barniz que algunas veces se descascarillaba nada más rascar un poco.
Una de las más peligrosas consecuencias fue la separación de la actividad profesional de su formación universitaria. Y si en la farmacia se podía vender de todo (no en vano está la famosa frase que reza aquello de «de todo como en botica»), en la Universidad también se hizo algo similar y se gestó una formación que convirtió a las facultades de Farmacia en «cajones de sastre» tan difíciles de entender desde fuera como de explicar desde dentro.

Tiempo para la reflexión
Este peligroso camino se inició cuando estaba tapizado de rosas. Hoy, que ha dejado de estar alfombrado de pétalos y quedan sólo las espinas, quizá mereciera la pena reflexionar si no habría que dar marcha atrás y retomar otro camino, que no tiene rosas ni espinas, pero sí, por el momento, cuestas empinadas que puedan hacer que ese futuro algún día deje de serlo y se convierta en un esplendoroso presente. Y por qué no hacer esa reflexión en un número tan redondo como el 500 de una revista de y para farmacéuticos.
En mi opinión, para que ese futuro anhelado se convierta en un presente fructífero habría que aceptar una hipótesis como punto de partida: «para que una profesión exista, tiene que resolver un problema que tiene la sociedad de una forma reconocible y diferente al resto de profesiones».
El progreso de la Humanidad se ha construido siempre en un diálogo entre el conocimiento y la tecnología para resolver problemas. Los avances, y más en estos tiempos, han ido sustituyendo personas por máquinas, de forma que los seres humanos hemos tenido que ir renovando nuestras actividades para acometer aquellas cuestiones para las que la tecnología no ha encontrado aún el dispositivo que los sustituya. De esta forma la tecnología progresa, ocupando espacios para los que antes se necesitaba un individuo, y el ser humano también, porque tiene que abordar y resolver cuestiones más complejas.
Ejemplos hay muchos para ilustrar lo mencionado. Para los mayores, será paradigmática la sustitución de los serenos y los antiguos porteros de las casas por los porteros electrónicos. En estos tiempos también puede ser significativa la aparición de líneas de metro en las que no existe conductor que dirija los vagones.
Creo que puede afirmarse que la fortaleza de una profesión se encuentra en el conocimiento, y no en la tecnología. En el ámbito sanitario el modelo clásico es el del médico y la Medicina. Los inmensos avances tecnológicos que hoy ofrecen las ciencias médicas no han restado un ápice de prestigio al médico, sino todo lo contrario, ya que su profesión se basa en el conocimiento, y el instrumento está al servicio de ese ser humano llamado médico, facilitando unas decisiones que, en un último momento, sólo toma el profesional, asumiendo la responsabilidad final. No quiero pecar de aguafiestas, pero cuando en estos momentos se piensa en los distintos servicios, con cartera o sin ella, que pretenden ofrecerse desde las farmacias, me parece que más bien el producto final es la tecnología, y no tanto el conocimiento del profesional. Y ese camino nos lleva a construir un oficio, en lugar de una profesión.
Es importante hacer una reflexión en torno a qué problemas tiene la sociedad y qué podría resolver el farmacéutico, porque desgraciadamente corremos el riesgo de confundirlo con lo que nos interesa ofrecer. Y también que sea el conocimiento, no un aparato, el que pueda resolver ese problema. Es decir, que la tecnología esté al servicio del conocimiento, y que ésta no sea un fin en sí misma.

Definición
La supervivencia de una profesión está siempre en su capacidad por resolver los problemas que tiene la sociedad de una forma específica y singular, una capacidad que no comparte con otra profesión, por cercana que ésta sea. Aquí puede haber un punto importante que debamos resolver, ya que con frecuencia no tenemos muy clara cuál es nuestra misión ante la sociedad y la confundimos con las de otras profesiones o sentimos la amenaza de ellas. No hay más que ver esa predilección que tienen los farmacéuticos hacia productos exclusivos y, por ende, el miedo que produce perderlos, sin obviar las amenazas que se sienten por la creciente influencia de otras profesiones en ámbitos que creíamos propios y de nadie más. Esto puede deberse a que nos vemos carentes de misión específica ante la sociedad, sin una definición clara de profesión. No hay más que ver la definición que da la Federación Internacional Farmacéutica (FIP) de «farmacéutico siete estrellas»: desarrollador de la práctica de farmacia centrada en el paciente (¿?), cuidador, tomador de decisiones, comunicador, gestor, estudiante permanente, profesor, líder e investigador. Seis de las siete estrellas podrían extrapolarse a cualquier profesión u oficio, mientras que la primera, que parece la más diferenciadora, no se explicita. Si nuestros representantes mundiales van por ahí, o no son tales representantes o debemos preocuparnos mucho por nuestro futuro.
No tenemos una definición clara de profesión, una frase que sintetice nuestra función en la sociedad y que justifique que nuestra formación exija el máximo nivel académico; algo así como «el médico es el profesional que cura la enfermedad» o «el abogado es el que me defiende legalmente ante la Justicia». ¿Cuál es nuestra definición, aquella desde la que partir para construir una profesión y que nos aleje del «cualquier cosa vale»?
Quizá podría definirse al farmacéutico como el profesional que «pone a disposición de la sociedad los medicamentos que precisa, y garantiza que estos sean efectivos y seguros». ¿Sería ésta la idea? Ojalá.
Después de este análisis, sólo quedan dos opciones. Una sería lanzar la estrategia del «sálvese quien pueda y que el que venga detrás que arree», y la otra atender las necesidades de la sociedad en materia de medicamentos, que son muchas y que producen mucho sufrimiento, tanto a los individuos en particular como a la sociedad en cuanto colectivo.
En términos económicos, el medicamento es hoy mucho más un generador de daños que de beneficios. Aunque la esperanza de vida se ha doblado en el último siglo, apenas el 10% de este incremento se debe a medicamentos. Y no porque no sean buenos ni muchos, sino porque no existen mecanismos de gestión integral de la medicación para prevenir sus efectos no deseados.
Uno a uno, no hay medicamento que, por muy bien prescrito y utilizado que esté, garantice el efecto esperado, o que no produzca «eventos adversos». Si además el escenario actual es de pacientes polimedicados, con medicamentos que comparten mecanismos fisiológicos para producir efectos terapéuticos diferentes, el hecho de que no existan esos mecanismos de control, de gestión integral de la farmacoterapia, como vía para optimizar sus resultados en salud, explica la triste realidad de que sólo cuatro de cada diez medicamentos alcanzan el efecto deseado.
Al ser los medicamentos la herramienta terapéutica más económica para combatir la enfermedad, que fallen éstos supone, además de un despilfarro en sí mismo, la necesidad de utilizar otras alternativas terapéuticas más complejas y caras. A esto se suma con frecuencia que la sociedad tenga que subsidiar desde un punto de vista social al enfermo que sufre esa enfermedad.

Farmacéutico y farmacoterapia
El farmacéutico puede asumir la responsabilidad de disminuir el sufrimiento de la sociedad por aquello que es de su competencia y está en los genes de su profesión: el medicamento. La sociedad necesita optimizar los resultados de la farmacoterapia; y el farmacéutico debe reflexionar seriamente sobre si quiere afrontar ese reto. Todo lo demás será irse por la tangente o marear la perdiz.
A partir de esta máxima, el farmacéutico podrá utilizar la tecnología como medio para alcanzar dichos fines. Por ejemplo, ofrecerá sistemas personalizados de dispensación a pacientes que lo precisen cuando corran el riesgo de confundir los medicamentos, o a pacientes que tengan problemas para los cuales esos sistemas sean aconsejables..., para conseguir optimizar el resultado de esa medicación. Y otros servicios que se puedan ofertar, como los de nutrición y dietética, complementarían el objetivo final, ya que los aspectos nutricionales forman parte esencial del tratamiento de una persona polimedicada, o son fundamentales para que, quien aún no lo sea, se aleje de serlo alguna vez.
Cualquier servicio que se ofrezca desde la farmacia debe plantearse desde ciertas premisas, todas ellas interrelacionadas:
La formación reglada del profesional responsable del servicio.
La clara definición del servicio, incluyendo un marco legal de responsabilidades.
El diseño de un modelo de remuneración específico.

Hasta la fecha, la razón del fracaso de los servicios de gestión integral de la farmacoterapia se ha debido, sobre todo, a la no consecución de los dos últimos puntos, a pesar de que siga existiendo una carencia de formación reglada del profesional.
Ante la trágica ignorancia que las facultades de Farmacia muestran con respecto a la profesión farmacéutica, urge que ésta tome sus propias decisiones y diseñe modelos de formación específicos, que faciliten que los profesionales que ejerzan una actividad lo hagan con la formación mínima exigible. El modelo debe ser el de la farmacia hospitalaria, que se constituyó en una especialización que hoy es de cuatro años, ajena a la Universidad. Como ciudadanos quizá debiéramos exigir a las universidades públicas una respuesta sobre su alejamiento de la profesión que justifique su existencia, pero mientras esto ocurre debemos adoptar nuestras propias decisiones.
La definición clara de lo que constituye un servicio es otro de los pilares básicos que llevarán al deseado tercer punto. La nebulosa descripción de en qué consiste un servicio, y que éste tenga la suficiente sustentación legal, ha sido otro de los problemas para implantar servicios de optimización de la farmacoterapia, a los que antes se los denominaba de «seguimiento farmacoterapéutico», y mucho antes de «atención farmacéutica». Esta opacidad ha conllevado a la funesta costumbre de muchos farmacéuticos españoles de denominar a lo que hacen con el nombre más moderno que les ponían por delante. Cuando surgió en Estados Unidos el «pharmaceutical care» y aquí se le bautizó como «atención farmacéutica», acabó por vaciarse de contenido ésta para que esto fuera todo. Después, cuando lo máximo era el «seguimiento farmacoterapéutico», los farmacéuticos de hospital principalmente, pero no sólo ellos, hicieron caso omiso de las definiciones existentes para denominar así a los consejos que daban en las dispensaciones repetidas. Y ahora que a unos se nos ha ocurrido hablar de «optimización de la farmacoterapia», ya comienza a haber quien utiliza este término para nombrar lo que hace o intenta hacer. El por qué hay quien cambia de nombre a lo que hace para seguir haciendo lo que hacía es una patología cuyo origen desconozco, pero que es más que preocupante. Quizás habría que combatirla con definiciones más precisas, con marcos legales y con un sistema de remuneración específico y adaptado.

Remuneración
Respecto a la remuneración, se ha visto que ésta es algo irrenunciable si se quieren implantar nuevos servicios. Recuerdo una foto aparecida en el diario El País de hace unos meses. Era de una manifestación de trabajadores cuya pancarta decía: «Sin salario no se puede trabajar». Esto, que parece de Perogrullo para cualquier profesión, parece que no lo es tanto para los farmacéuticos.
Ante un modelo de remuneración, cabe también hacerse algunas preguntas:
¿Cuánto hay que cobrar por dicho servicio?
¿Quién debe pagar el servicio?

Como principio, un servicio debe tener el precio que la sociedad esté dispuesta a pagar por él, en función de los beneficios que éste le reporta. También hay que identificar quién o quiénes son los beneficiarios, para ver si están dispuestos o no a pagarlo. Por ejemplo, un servicio de asesoramiento dermocosmético para un paciente individual no debería ofrecer muchas dudas de que debería ser el usuario quien lo pagara, porque sólo beneficia a éste.
En el caso de los servicios de optimización de la farmacoterapia, hay estudios que demuestran que sus beneficios son enormes, y que la sociedad, y no sólo el individuo que los recibe, es la beneficiaria. Los ahorros que producen estos servicios provienen de gastos realizados por los Estados: medicamentos con financiación total o parcial, gastos por ingresos hospitalarios, bajas laborales, pensiones por enfermedad, etc. Se sabe que el ahorro producido al Estado por estos servicios multiplica entre cuatro y diez veces la inversión realizada en su implantación. Por eso, no debe caber ninguna duda de que corresponde al Estado no sólo financiarlos, sino implantarlos: es una cuestión de deber ético con los ciudadanos y con quienes eligen a sus representantes.
Resulta paradójico que, desde las instancias sanitarias del Estado, a escala autonómica o propiamente estatal, se vean estos servicios como una oportunidad para los farmacéuticos, cuando en realidad constituyen para el Estado una oportunidad de gastar menos y para sus ciudadanos de dejar de sufrir innecesariamente. Es muy triste reconocer que estos servicios se están imponiendo en países en los que los sistemas sanitarios son privados, porque se preocupan de dar beneficios a sus accionistas y, en cambio, donde tenemos servicios públicos fuertes se mire para otro lado, sin parecer que sea importante tener o carecer de estos servicios.

¿Hacia dónde queremos avanzar?
Como resumen final de esta reflexión pensada con motivo de los quinientos números de El Farmacéutico, nuestra profesión debe plantearse seriamente hacia dónde quiere avanzar. Parece claro que los servicios son el futuro, pero éstos deben resultar como consecuencia de plantearnos cuál es nuestro papel ante la sociedad, y que este papel, por supuesto, le interese. Los servicios debemos considerarlos en el marco general de nuestra misión ante la sociedad. Esta misión debe valorarse seriamente, o correremos el riesgo de hacer lo que hemos hecho en estos últimos años: dar vueltas y vueltas a más velocidad a un camino circular que no nos lleva a ningún sitio.
La profesión debe plantearse seriamente este desafío, que no es responsabilidad únicamente de los profesionales y sus representantes institucionales. Lo es de toda la cadena, desde unas facultades de Farmacia que continuarán desprestigiándose, a una profesión que podría acabar convirtiéndose en un mero oficio si ésta no se basa en conocimiento en lugar de en tecnología. No se puede seguir mirando a otro lado, o no afrontar la realidad de frente.
Está claro que la sociedad necesita de farmacéuticos. Ahora sólo hace falta que nos lo creamos y recorramos el camino. Quizá todos los caminos conduzcan a Roma, pero sólo uno es el más corto y hay muchos de ellos por los que nos ahogaremos sin remisión... Y nunca más habrá futuro.

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