Cómo analizo la eficiencia

Uno de los farmacéuticos de nuestra farmacia había puesto de manifiesto un problema: los pacientes crónicos polimedicados pueden tener complicaciones debido a errores en la administración de su tratamiento, cumplimiento no idóneo, etc., por lo que proponía una intervención en este grupo de pacientes. Él mismo se encargó de elaborar el proyecto de investigación y de presentarlo en una de nuestras reuniones, obteniendo la aprobación de todos los asistentes. Al final de la reunión, otro de los farmacéuticos precisó que se había analizado bien la efectividad y seguridad de la intervención, pero preguntó si sería eficiente.

La primera reacción de todos nosotros fue de incertidumbre. ¿Acaso es importante la eficiencia en una intervención farmacéutica? Él nos indicó que, probablemente, la intervención sería efectiva si conseguía un uso más racional de los múltiples medicamentos de cada paciente, lo que se traduciría en una mejora de sus parámetros clínicos; señaló que, además, sería verosímilmente segura, pues no se estimaba que pudiera producir problemas no deseados. Finalmente, argumentó que era también probable que mejorara la calidad de vida de los pacientes, pero continuó diciendo que todo ello implicaría un incremento de la utilización de recursos (principalmente del tiempo de los farmacéuticos que se dedicaran a ello) e, independientemente de que dicho trabajo fuera remunerado o no, lo primero que habría que estimar era si sería eficiente, pues ningún sistema sanitario podía permitirse la implementación de programas ineficientes, ya que, en ese caso, se incurriría en un coste de oportunidad. Dicho coste equivale al beneficio obtenido si se hubieran dedicado los mismos recursos en otra intervención con mayor efectividad. Solo entonces comprendimos todos que la eficiencia era un parámetro muy importante, no solo para quien financia el programa, sino para el propio paciente y para nosotros, los farmacéuticos.

La evaluación económica

Hasta ahora, para cualquier tecnología sanitaria, como medicamento, procedimiento quirúrgico, programa sanitario, etc., se ha evaluado principalmente si mejora el parámetro clínico de interés (efectividad) o si incurre en efectos asociados no deseables (seguridad). Sin embargo, no se han tenido en cuenta los recursos, sanitarios o no, que se utilizaban para obtener el objetivo. ¡La salud, cueste lo que cueste! fue una frase muy utilizada hasta hace pocos años en los sistemas de salud, refiriéndose a que lo esencial era mantener y mejorar la salud del paciente. Esta premisa, que no ha perdido ningún valor, se ha relacionado en los últimos tiempos con otra de índole más económica, pero no menos real: ¿se puede pagar?

Algunos estudios han analizado cuáles son los determinantes del gasto sanitario en Europa, indicándose que la renta es el más relevante1. Dado que el nivel de renta aumenta progresivamente, el gasto sanitario lo hará en forma directamente proporcional, hasta que llegue un momento en que no haya suficiente presupuesto para financiar todas las tecnologías. ¿Cuál financiar entonces? La respuesta es simple, aquellas que hayan demostrado que, además de ser efectivas y seguras, produzcan un incremento de beneficio que justifique el aumento de recursos que necesita. Es decir, que valgan lo que cuestan.

Cómo determinar si vale lo que cuesta

Simplifiquemos el problema. Imaginemos una intervención utilizada en la práctica de forma habitual: el cuidado usual del paciente en la farmacia. Supongamos que el resultado es de 10 unidades clínicas (UC) y que precisa utilizar 10 unidades monetarias (UM) para su implementación.

Pensemos ahora en una nueva intervención farmacéutica. Esta podría presentarse de cuatro formas diferentes en cuanto a recursos y resultados:

a)Ser más efectiva (15 UC) y más costosa (20 UM)

b)Ser más efectiva (15 UC) y menos costosa (5 UM)

c)Ser menos efectiva (5 UC) y menos costosa (5 UM)

d)Ser menos efectiva (5 UC) y más costosa (20 UM)

Un somero análisis de estas cuatro posibilidades descartaría inmediatamente la opción (d), porque no puede admitirse una nueva alternativa con peor efectividad y más costosa, y elegiría, también de forma inmediata, la opción (b), puesto que es más efectiva y, además, menos costosa. Pero ¿qué hacer con las opciones (a) y (c)? Esta última no parece probable que pudiera avanzar en un país desarrollado, dado que no se admitiría fácilmente la inclusión de una nueva tecnología que fuera menos efectiva que la ya existente, aunque fuese menos costosa. No obstante, en situaciones de estricto control presupuestario, no sería descartable y debería ser evaluada adecuadamente. Finalmente, la opción (a) es atractiva porque es más efectiva, pero su interés podría quedar neutralizado por su mayor coste.

La última alternativa mencionada es la más habitual en nuestros días, y la única manera de responder a la cuestión anteriormente planteada (sobre si su incremento de coste se justifica o no por el incremento de resultado que genera) es mediante una evaluación económica. Gracias a esta se estimará el parámetro de eficiencia (diferente en función del tipo de análisis efectuado), que consiste, en esencia, en una relación entre el incremento del coste incurrido y el aumento del beneficio obtenido por el resultado.

Así, después de realizar la evaluación económica de la nueva intervención, solo quedaría concluir si ésta es eficiente o no. Para ello, debemos acudir a un límite artificial o umbral que indicará que un valor de eficiencia menor que aquél se considere eficiente y que uno mayor sea ineficiente. En España, se ha venido aceptando de forma bastante generalizada la cifra de 30.000 euros de coste incremental para la obtención de un año de vida ajustado a calidad (AVAC) adicional2. De este modo, si nuestra intervención se sitúa por debajo de dicha cifra, se podría considerar como «eficiente».

La forma de llevar a cabo la evaluación económica es mediante la realización de un análisis económico. Este puede ser de varios tipos, como se describe a continuación:

  • Análisis coste-efectividad. Este es el análisis económico más ampliamente utilizado. Para su desarrollo, los costes se miden en unidades monetarias, y los beneficios en unidades clínicas. De este modo, el parámetro de eficiencia obtenido, la ratio coste-efectividad incremental (RCEI), indicaría el coste adicional que es preciso pagar por obtener una unidad de resultado clínico adicional, mediante la implementación de la nueva intervención farmacéutica, en sustitución de la utilizada para su comparación (habitualmente, el cuidado usual).
  • Análisis coste-utilidad. Si incorporamos una nueva dimensión, el bienestar o calidad de vida del paciente, se podrá expresar el resultado obtenido en dichos términos utilizando como unidad de medida a los AVAC, que ofrecen información de no solo la supervivencia del paciente (o tiempo hasta que se presente un episodio diferente a la muerte), sino también de la calidad de vida que el paciente ha percibido en ese tiempo. Por ello, el parámetro de eficiencia será la ratio coste-utilidad incremental (RCUI) que expresa el coste incremental que debería abonarse para obtener un AVAC adicional con la nueva intervención.
  • Análisis coste-beneficio. Existe una posibilidad que resulta bastante útil, si bien conlleva un cierto tipo de dificultades para su ejecución. Sería el análisis que comparase únicamente costes, lo cual es la base de este tipo de análisis, al transformar los resultados obtenidos en unidades monetarias. De dicha forma, el parámetro de eficiencia vendría definido por la diferencia entre costes incurridos para el desarrollo de la intervención y costes de los resultados obtenidos por esta. Entonces, si la diferencia es a favor del resultado (que sería mayor que el coste incurrido), la intervención sería considerada como eficiente. Nótese que en este tipo de análisis no es preciso un umbral definido, simplemente se precisa que el beneficio sea superior al coste.
  • Minimización de costes. El último tipo es un caso particular que se utiliza en la comparación de intervenciones que han demostrado previamente que poseen igual efectividad, es decir, que no presentan una diferencia significativa de los resultados. En este caso, solo resta comparar los costes de cada alternativa: obviamente, la más eficiente será la que se asocie con un menor coste.

Conclusión

Cualquier nueva tecnología sanitaria debe demostrar que posee determinadas características para que la sociedad esté dispuesta a adoptarlas. En el caso más conocido, el de los medicamentos, la demostración de efectividad, seguridad y calidad son requisitos sine qua non para que su uso sea autorizado.

Desde hace uno años, se requiere la demostración de una nueva característica, la eficiencia, teniendo en cuenta que es imprescindible no incurrir en «costes de oportunidad». Para ello, se somete la nueva tecnología a una evaluación económica con la que se analiza la eficiencia comparada entre esta y otra tecnología, habitualmente la de mayor utilización, favoreciéndose su adopción si presenta buenos parámetros de eficiencia y frenándose en caso contrario.

Las intervenciones farmacéuticas son una tecnología sanitaria como cualquier otra. Por ello, la determinación de su eficiencia debería efectuarse con el mismo rigor que se emplea con otras tecnologías. Hay que tener muy presente que la sociedad, y principalmente su sistema de salud, solo debería incluir tecnologías eficientes. Y lo que es más importante estratégicamente, en caso de remuneración de servicios farmacéuticos solo podrían gozar de tal consideración aquellos que fueran eficaces, seguros y, además, eficientes. En definitiva, primero hay que demostrar que valen, y después, que valen lo que cuestan. 

Bibliografía

1. Cantarero D. Determinantes del gasto sanitario: un análisis empírico para el caso europeo. EconPaper.2006; 228. FEDEA [monografía en Internet]. Disponible en: http://EconPapers.repec.org/RePEc:fda:fdaeee:228 [último acceso: julio de 2011]

2. Sacristán J, Oliva J, Del Llano J, Prieto L, Pinto J. ¿Qué es una tecnología sanitaria eficiente en España? Gac Sanit. 2002; 4: 334-343.