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  • La farmacia y la autoficción

La autoficción, término introducido por el crítico y novelista francés Serge Doubrovsky, es un subgénero literario en el que el autor se identifica con el narrador, pero donde los hechos que se relatan y el resto de los personajes son ficticios. Denostado por muchos escritores, entre los que abundan novelistas que siempre escriben la misma novela y hablan de sí mismos, o de lo que aspirarían a llegar a ser, por medio de un alter ego, este modo de narrar se ha puesto muy de moda en tiempos como los que vivimos, en los que se resquebrajan los cimientos de nuestra frágil sociedad de la opulencia.

Hace unos años, durante la no menos ficticia era prepandémica antropocénica, participé en un coloquio literario sobre novela social. Recuerdo que uno de mis compañeros de mesa sostenía que, en una época crítica de fractura social como la que ya entonces vivíamos –el virus no es causa de nada, sino consecuencia de todo–, los escritores se habían enrocado en la autoficción, una especie de narcisismo autocontemplativo, en lugar de fomentar el debate político.

A pesar del interés de la premisa, no es mi intención debatir en este artículo acerca de las razones del aserto de aquel novelista, sino trasladarlo al debate profesional farmacéutico. Un debate en el que hace tiempo que perdimos la batalla cultural quienes defendimos la práctica asistencial de la gestión integral de la farmacoterapia como única vía posible para reducir la morbimortalidad asociada a los medicamentos, esa pandemia farmacológica que sufre la sociedad, mucho más antigua que la que a todos nos atemoriza. Una práctica que hubiera salvado vidas, muchísimas antes de esta pandemia y también durante ella, porque una parte no menor de las personas fallecidas no fueron víctimas del virus, sino de la ausencia de cuidados y de la dejación de los sistemas sanitarios.

La farmacia, que tuvo la oportunidad de enfocarse en las necesidades reales de la sociedad y gozó de tiempo más que suficiente para adaptarse –el primer artículo de Hepler y Strand al respecto data de hace más de treinta años–, optó por mirar hacia otro lado y enrocarse en sí misma, diseñando un nuevo modelo, tan antiguo como el anterior, en el que, igual que en la autoficción, el protagonista, es decir, el farmacéutico, es un personaje real que cuenta una historia tan falsa como pretendidamente real, al servicio de su propio y exclusivo interés. Así se crea el relato de los llamados servicios farmacéuticos, una ficción –la autoficción no deja de ser una forma de ficción– de baja calidad, por la que el profesional busca sentirse bien a base de ofrecer actividades asistenciales menores y de nulo o mínimo impacto social, apostando por continuar la senda decreciente de la relevancia profesional y renunciando a protagonizar uno de los cambios más importantes que necesita la sociedad en materia sanitaria: la lucha por paliar la inmensa problemática sanitaria que hoy suponen los medicamentos.

La autoficción, en el plano literario, solo tiene valor si desde la historia que cuenta se apela a valores y problemas universales en los que los lectores se vean reflejados e impelidos a la reflexión. La gran tragedia de la autoficción farmacéutica es que interesa a muy poca gente, y no solo más allá de la puerta de la farmacia sino ni siquiera más allá del mostrador. Una tragedia que, por buscada, no deja de ser menos tragedia.

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