Vienen a la farmacia desde hace tiempo y sus fisonomías parecen poco menos que apócrifas. Él tiene unos párpados flácidos que se le derraman por unos ojos enanos, y si no mira hacia arriba y enseña algo de los globos oculares se parece a uno de esos que se quedaron ciegos por un incendio, con la piel parcheada y cicatricial sobre las órbitas de espanto. Se llama M. y es ágil y recortadito como un niño de Primera Comunión, pero en vez de un traje marinero lleva puesta una camisa ajada y un pantalón vaquero con las rodillas llenas del barro de su huerta. Ella, por el contrario, me cuenta que tiene dolores «hasta en el alma» —una metáfora extraordinaria— ante la desproporción de sus medicamentos para la artrosis, y muestra unas gafas y una nariz como de pega, inverosímiles, que junto a los movimientos impetuosos de una dentadura postiza que se desencaja cada poco le dan un aspecto risueño, cómico, que el peinado a la taza con flequillo de jovenzuela no hace sino acrecentar. No dan ningún paso en materia de salud sin mi supervisión: él por su diabetes galopante y ella por su múltiple analgesia, que ya ha llegado a la morfina. Hace unos días me contaron que se iban de viaje «a la costa, a un buen hotel, a pasar unos días». La costa está a treinta kilómetros, pero ellos, menestrales septuagenarios que no han dejado de trabajar en su vida ni los fines de semana, me informan de la escapada con la alegría y los nervios del que se va una semana al Hilton de Nueva York con todos los gastos pagados. «Me ha salido barato, don Rafael, y no quiero perder la oportunidad». Ella sonreía a su lado de forma gallinácea, haciendo lo imposible por colocarse las gafas y las napias de pega y por encajar de una vez la dentadura en las encías, con la ilusión de la niña que tal vez no fue nunca.
Iban unos días al hotel, pero él volvió a la farmacia la tarde siguiente. Yo estaba midiéndole la presión arterial a una paciente y lo vi entrar al levantar la vista un poco del reloj de mi tensiómetro. Entró nervioso, con una bolsa llena de medicinas más grande que él y un montón de papeles del alta hospitalaria, supuse, alzando la cabeza como un perro de caza en busca de viento para ver si me veía. «¿Qué pasa, M., ya está usted de vuelta?», le pregunté a sus espaldas, sin que él me viese. «Calle, calle, don Rafael», dijo con las manos en la cabeza al girarse, «que ayer la R. se me cayó en la bañera del hotel y se ha roto la cadera… Si es que no estamos acostumbrados ni a beber ni a nada de eso, y al volver de cenar nos metimos los dos en la ducha, una ducha grande de esas que echan agua por todos lados, y así, con la cogorza y las risas y el gustito que eso daba se me resbaló, y menos mal que solo se ha roto la cadera porque yo creía que se me había desnucado. Ya se imagina usted el panorama, la ambulancia, el Clínico…».
Me reí un buen rato una vez se calmó y le enseñé a poner una heparina. Pero al poco se me congeló, súbita, la sonrisa, y la dejé allí, hecha un bloque de hielo, con cierta vergüenza, junto a las recetas de la tarde. Lo consolé y animé como pude, y maldije la mala suerte de quien parece señalado por el destino para no tener nunca, ni en los años felices del merecidísimo jubileo, un ápice de dicha completa.