Los acontecimientos vividos en lo que llevamos de siglo confirman el avance de la incertidumbre, el desmoronamiento de las certezas. La sensación de formar parte del progreso se diluye y, sin embargo, disponemos de recursos tecnológicos que curiosamente aumentan la sensación de agobio y de incertidumbre. Es un terreno abonado para los populismos, que canalizan el desconcierto y el resentimiento, y que reconfortan a los desamparados con el odio al diferente y el planteamiento de soluciones imposibles de aplicar y que, si se aplicasen, no resolverían los problemas, sino que los agravarían.
Hay una oferta casi ilimitada de contenidos en los medios, pero las noticias y las imágenes son filtradas por las agencias de modo que son siempre las mismas, sin ningún análisis que permita comprenderlas. El resultado es un aluvión de información poco o nada contrastada que convive con la manipulación de las noticias, un caos al que cada uno sobrevive como puede, muchas veces mediante la indiferencia. Es un escenario ideal para el poder, desaparecidas no ya las alternativas, sino también los análisis. La desmovilización ciudadana solo se interrumpe cuando las elites seducen a la gente común con proyectos basados en el engaño. Entonces las emociones sustituyen a la razón y la gente vota lo que probablemente ha de perjudicarlos, para regocijo de los manipuladores. Algunos de los políticos con más éxito en las democracias supuestamente avanzadas son magníficos y raros ejemplares de bribones.
Daniel Innerarity ha analizado lo que denomina la sociedad del desconocimiento; ha descrito el desconocimiento que desconocemos en una época que aparentemente está en condiciones de conocerlo casi todo, y que no consigue fijar un consenso en nada. Los seres humanos soportan mejor la escasez que el caos, las falsas certezas que las incertidumbres, y proliferan los populismos, las teorías de la conspiración, los negacionistas, incluso los terraplanistas celebran jovialmente sus congresos. Todo gira, todo cambia, y la gente no sabe a qué agarrarse, en quién confiar, cómo diferenciar entre lo verdadero y lo falso, entre lo útil y lo tóxico. Las grandes empresas tecnológicas redoblan su apuesta por un mundo totalmente desregularizado, que encuentra una de sus culminaciones en las criptomonedas ajenas a la regulación de los Estados. Mientras tanto, esos mismos Estados de los que se anuncia su muerte inminente gozan de más poder e información que nunca, y han confinado durante la pandemia a esos ciudadanos aparentemente libres, que descubrieron de pronto que ni siquiera podían salir de sus casas. El desafío es de tales dimensiones que nadie puede presagiar el futuro o proponer una solución que no sea recibida con una sonrisa. Y, sin embargo, el desconocimiento y la incertidumbre deberán gestionarse democráticamente para preservar cuanto se pueda de las sociedades democráticas. El resultado será seguramente decepcionante; continuarán los conflictos, las desigualdades e incluso la sensación de caos, pero estremece visualizar la otra alternativa: la gestión autoritaria que diluya las estructuras democráticas y las sustituya por el totalitarismo apoyado en el control tecnológico desde la cuna a la tumba. No podremos elegir entre lo bueno y lo mejor, habremos de optar entre lo malo y lo intolerable, entre el elogio de las certezas divulgadas por el poder, en el peor sentido de la palabra, y el elogio de la incertidumbre.