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  • Con la música a otra parte

«Dondequiera que estemos, lo que oímos es ruido. Si lo ignoramos nos perturba, si lo escuchamos con atención nos fascina». Esta frase se debe a John Cage, el compositor americano que estrenó una pieza en 1952 que yo mismo me atrevería a interpretar en un auditorio. Ya saben, la famosa Cuatro minutos, treinta y tres segundos, en la que el músico se sentaba frente al piano pero no tocaba nada en absoluto. La «obra de arte» consistía en los ruidos que se producían en la sala provocados por el nerviosismo de los oyentes.

La música es una piedra de afilar en la que la inteligencia y el gusto se agudizan. Es un regalo que Némesis no destruye porque no tiene cuerpo para hacerlo. Sin embargo, esa melodía concreta que pasa dulcemente por su propio lado y me habla de mí y me cautiva, a otros muchos les parece insulsa y carente de fuerza y de sentido.

Ocurre que cada generación, y aun dentro de ella cada pequeño grupo, tiene su propia música y su afición bien establecida, y aunque yo predique que «en la variación está el gusto», no hay tiempo ni ganas para todo.

En el siglo XX la música explotó en una serie múltiple de culturas y escuelas de compleja consideración, y la llamada música culta llegó a edificar un muro contra el que se estrellaron una y otra vez los públicos instruidos. Cuando se vendían discos, eran incomparables las cifras de negocio entre compositores anteriores al siglo pasado y los contemporáneos.

Había aparecido la atonalidad, la ausencia de un sistema de sonidos que sirviera de fundamento a la composición, y se sucedieron otras propuestas rompedoras difíciles de asimilar. En la música dodecafónica, las doce notas de la escala cromática tienen la misma igualdad: se ha suprimido la jerarquía y en consecuencia no puede repetirse ninguna hasta que las otras once hayan sido tocadas previamente. Ya no se emplea una nota fundamental dominante, la llamada tónica, a partir de la cual las otras adoptan su ubicación particular.

En la llamada música aleatoria se introduce el azar en el pentagrama, de manera que cada intérprete pueda intervenir de modo directo, lo que le permite improvisar y participar así de forma indómita en la creación de la obra musical. En otras ocasiones, la sucesión de los acordes busca expresamente escapar de la armonía y hasta el timbre de los instrumentos se distorsiona.

Hoy, sin embargo, la música culta no puede ignorar a la música popular pues los compositores clásicos han vivido rodeados de los temas áureos del folk o del rock. Ya músicos anteriores, como Manuel de Falla o Béla Bartók, se habían interesado por el folclore de sus países, pero es ahora cuando muchos comprenden que ningún prejuicio y ninguna barrera pueden ser infranqueables para impedir que tras ella brote el ingenio personal del artista.

Irving Thalberg, director de producción de la Metro, pensó en Arnold Schönberg para que compusiera la banda sonora de la película La buena tierra, e inició la conversación con él de la manera más amable que pudo: «El domingo pasado, cuando escuché la encantadora música que usted ha escrito…». Schönberg lo interrumpió bruscamente: «Yo no escribo música encantadora». Parece que Thalberg no lo envió con la música a otra parte, pero la atonalidad tardaría todavía unos años en llegar a la gran pantalla del cine.

PS: Termina aquí mi colaboración con El Farmacéutico. Me queda decir que he estado muy a gusto en sus páginas durante estos cuatro años, y agradecer a los lectores la atención que hayan podido prestar a alguno de estos veinticinco tuits que ya pertenecen al herbario de la revista.

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