La portuguesa Paula Rego, nacida en 1935, es un ejemplo de la mirada que las artistas actuales plantean sobre el papel de la mujer en el mundo. Hay mucho dolor en sus cuadros, hasta el punto de que a veces resultan incómodos. Nació en Lisboa durante la dictadura salazarista, un detalle que en ocasiones se manifiesta en sus cuadros, que tratan con frecuencia el tema del dominio de unas personas sobre otras, en particular de los hombres sobre las mujeres y los niños.
Las mujeres de Rego no se acomodan al papel que les ha sido asignado, y no son complacientes ni obedientes. Rego tiene una serie de cuadros inquietantes, en los que las modelos son retratadas en actitudes caninas, como si fuesen perros, un animal sometido al dominio del hombre, un animal fiel y dócil que venera a su dueño. Hay muchos animales en sus lienzos: conejos, cuervos, cerdos y gatos, en actitudes que no son las que les corresponden. El mundo zoológico se rebela, y la mujer se rebela con ellos. También se ha autorretratado pintando como si fuese un simio.
La pintura de Paula Rego es un permanente ejercicio de desprogramación. Las mujeres incumplen el papel asignado, se muestran de modo muy diferente a como han sido descritas por los hombres, y también los personajes de los cuentos infantiles muestran rasgos inesperados en la versión que Rego ofrece de ellos. Sin título es su serie más comprometida y arriesgada, la que tuvo mayor repercusión. Hace referencia al drama que suponen los abortos clandestinos, y fue pintada tras el referéndum no vinculante de 1998 que se celebró en Portugal sobre la despenalización del aborto, referéndum en el que solo participó el 31 % de los electores. El año siguiente, Rego presentó en el museo Gulbenkian su serie sobre el aborto clandestino. Su aproximación a la maternidad a través del aborto es desgarradora. Tiene cuadros en los que la mujer permanece confinada en el ámbito doméstico sin la menor satisfacción, en situaciones que la asfixian. Muchas de sus mujeres permanecen en el suelo, en posiciones fetales, indefensas; otras aúllan desconsoladas.
En la Tate se conserva una de sus mejores obras, The dance, pintada en 1988. En una playa iluminada por una luz onírica e irreal, se produce la danza de la vida de la mujer. Una mujer ataviada de forma tradicional danza sola. Otra baila muy agarrada a su pareja masculina. Una tercera también baila emparejada, pero el hechizo erótico parece roto, sus cuerpos se separan, guardan las distancias, se alejan. En un segundo plano, tres mujeres danzan en círculo, cogidas de la mano. Pertenecen a tres generaciones distintas: la abuela, la mujer y la nieta; la anciana, la mujer adulta y la niña, una parábola sobre la danza de la vida.
Con sus pinturas, Rego contradice el tópico, sólidamente establecido hasta hace bien poco, de que el arte femenino es incapaz de adentrarse en las profundidades de la existencia. En el ámbito de la literatura, quizá sea Sylvia Plath (1932-1963) quien mejor representa a las autoras que han rechazado vivir en lo que ella denominó La campana de cristal. Su suicidio fue el rechazo final al papel que le había sido asignado, y que rechazó en su única novela y en algunos de los versos más intensos y desoladores de la poesía del siglo XX: «Morir es un arte, como cualquier otra cosa. Yo lo hago excepcionalmente bien. Lo hago para sentirme hasta las heces. Lo ejecuto para sentirlo real. Podemos decir que poseo el don […]. Desde las cenizas me levanto con mi cabello rojo y devoro hombres como el aire» (Lady Lazarus). Palabras desoladoras, tras las que poco más se puede añadir.