Con motivo del centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, he releído varios relatos suyos. Uno de ellos me interesó especialmente como farmacéutica y criminóloga, el titulado El destripador de antaño. Refería la escritora gallega que en su tierra existieron varios sacamantecas, desde principios a mediados del siglo XIX, lo que demostraba que esos monstruos no son frutos podridos y envenenados de una civilización extrema, como por ahí se dice, sino casos de regresión al fiero instinto natural que pueden darse en regiones atrasadas. A la escritora le desagradaban especialmente los crímenes que nos retrotraen a las edades primitivas, ancestrales, a los primeros pasos del hombre sobre la tierra.
El destripador de antaño es la historia de un rumor, de una leyenda en torno a la composición de los medicamentos que elabora el boticario don Custodio en una aldea gallega. En el relato no falta de nada: una niña huérfana, Minia, que se cría con unos tíos que la maltratan; la leyenda de los sacamantecas; la ignorancia, crueldad y barbarie de los campesinos gallegos, y un honrado médico-boticario que se convierte en el eje alrededor del cual gira toda la trama.
«El boticario tiene poco más de 40 años, rostro chupado, ojos hundidos, barba picuda y gris, calva lustrosa, y cabeza de santo penitente o de doctor alemán emparedado en su laboratorio». Los medicamentos elaborados por don Custodio mejoran la salud de los aldeanos de tal manera que se dispara el rumor de que estaban hechos con «unto de moza», que no es un unto cualquiera porque pertenece a una joven virgen. Las mujeres del lugar comentan que, cuando una moza entra en la rebotica, no vuelve a salir y desaparece de la aldea, y que su unto puede ser uno de los ingredientes de la fórmula magistral. Don Custodio despierta en las aldeanas un miedo infundado. «Hasta por delante de la botica no me da gusto pasar». Nadie se horroriza ante la posibilidad de que sea una realidad, cuando lo cierto es que una de las «desaparecidas» huyó a Zamora con un novio, y la otra hizo lo propio hacia otro destino, con un soldado.
Los aldeanos atosigan al boticario para que les venda ese ungüento milagroso, y la mentalidad del boticario choca con la opinión de su buen amigo el cura: «Amigo Custodio, deje correr la bola y no se empeñe nunca en desengañar a los bobos; véndales remedios buenos de la farmacopea moderna, y que crean que usted fabrica sus ungüentos con grasa de difunto».
La tía de Minia, por necesidades económicas y porque odia a su sobrina, convencida por completo de las malas artes del boticario, le hace una oferta: «Señor, dos onzas nada más por el unto de una moza, la despacho y la dejo en el monte, y luego digo que se la han comido los lobos».
Don Custodio no sabe cómo reaccionar y se lo cuenta a su amigo el cura; éste se ríe: «Ay Custodio, has hecho un pan como unas hostias». Le aconseja que haga venir a Minia y a su tía a la botica y, una vez a salvo la joven, avisar a los guardias. «La ignorancia es invencible y es hermana del crimen». Pero su consejo cae en saco roto.
El boticario, a lomos de una yegua blanca, va al encuentro de la joven para salvarla, pensando en llevarla consigo a su casa y redimirla de la esclavitud y del peligro, pero llega tarde. La tía fue detenida y ejecutada. El boticario tampoco tuvo un final feliz porque el populacho le creyó más destripador que antes. La superstición y la ignorancia son capaces de convertir en crimen un mero chisme, una difamación.