Azabache y cenital

Esta lágrima ardiente con que miro

Quevedo

El día en que lo conocí yo acababa de llegar de África, de un viaje de cooperación cuyo impacto se ha dejado notar, más de una década después, en el último de los libros que he publicado. Llegaba de un mundo desconocido y feroz que me había cambiado por dentro, como hacen de alguna forma los buenos libros, y entonces no sabía que me esperaba, con él, otra experiencia inédita, esta vez de casi catorce años. Iba a llegar a las cuatro en punto, no se me olvida, y esperé su advenimiento en la plaza aneja a la farmacia, como esperaban los habitantes del berlanguiano pueblo de Villar del Río al amigo americano: con una ansiosa, feliz expectación. Nos presentaron y, sin saber muy bien lo que se dice en estos casos, nos subimos a mi coche y fuimos a Málaga a recoger a M. Hizo todo el camino hasta casa taciturno, y solo la primera noche se escuchó su voz arcana de miedo desde el cuarto de invitados, en el silencio de la madrugada. No sé si sabía que yo paso el día entero en una farmacia, y también una noche de la semana; lo que sí recuerdo es que nunca protestó por las muchas horas que pasaba leyendo, en silencio, en mi magro ocio, durante las cuales me acompañó siempre con paciencia y sigilo benedictinos.

Creció sano, robusto, ardoroso y sanguíneo, algo que mejoró cuando otro paciente se empeñó —ayudado por mi mala conciencia— en que necesitaba compañía, una damisela que al cabo me acabó queriendo más a mí. Dejémosla porque hoy estoy hablando de él, de su piel oscura, de su cabeza de león, de los ojos azules, bonachones, que tuvo en la infancia primera y meses antes de morir por culpa de las cataratas, los mismos que tuvo el último día que pisó la Tierra. Tampoco recuerdo exactamente cuándo lo empecé a traer conmigo al pueblo la noche de guardia; quizá fue, sí, cuando su estancia fue invadida por un niño todo mofletes y sonrisas, y luego por otro, pero sí recuerdo que eran unas noches inolvidables. No se oía ningún ruido en el piso de encima de la farmacia, abarrotado de libros, y de vez en cuando solo subía para que supiese que no me había ido lejos. De madrugada, ya con menos pacientes en el guardiero, me subía a leer hasta que me adormilaba con el libro encima. Ignoro cómo lo hacía, pero escuchaba a los pacientes antes de que llegasen, a la manera de los indios en los wésterns, poniendo la oreja sobre los raíles de un ferrocarril lejano. Cuando volvía a subir tras la urgencia, él me ponía un mohín de orgullo, de deber cumplido, y así fue transcurriendo la vida que el destino tenía para nosotros, tan callando y entre miles de paseos, hasta que él mismo se convirtió en uno de los pacientes que presentía en mis guardias: perdió el oído, como S., y le costaba andar deprisa, como al bueno de P. También, como a doña A., el riñón dejó de trabajarle con normalidad, y se orinaba en cualquier parte, como cuando entonces. Vivió conmigo en la costa, muy cerca del mar, donde chapoteaba, y de las gaviotas aviesas, que lo temían. Pero el último día de sol que vio con los ojos glaucos, brilló muy cerca del mismo lugar donde yo lo esperaba aquella tarde de noviembre de 2009 para que me regalase todo lo que tuvo.

Se llamaba Tao y era un perro labrador como no habrá nunca en este loco, estúpido y maravilloso mundo.