Han pasado dos años desde que, de alguna forma todavía no aclarada, un nuevo coronavirus apareciera en nuestras vidas y desatara, meses después, una pandemia que en breve mostraría las frágiles costuras que sustentan nuestra civilización, y que denota lo poco que hemos avanzado en el mundo, por mucho que la tecnología se empeñe en ocultar nuestras debilidades. Presenciamos cómo el confinamiento demostró que la naturaleza sería capaz de recuperarse en muy poco tiempo del maltrato que le infringimos a diario, y que somos muy poca cosa, a pesar de que la soberbia nos ciegue. Ahora, después de dos años, casi cinco millones de muertos y más de doscientos millones de contagios, es un buen momento para reflexionar acerca de lo que la pandemia nos ha dado la oportunidad de aprender, si bien me temo que, a la vista de la «recuperación económica», continuemos tal y como lo dejamos antes de 2019 y la observemos como lo hubieran hecho nuestros ancestros siglos atrás: como una plaga divina, como un castigo de los dioses.
Muchas son las enseñanzas que deberíamos obtener de una pandemia que está por ver si desaparece de nuestras vidas. Quizá diera para una serie de artículos, quién sabe, y quién sabe si alguien prefiriera leerlos dentro de unos meses en lugar de olvidar. Por el momento, me voy a centrar en una reflexión sobre las vacunas. Y no, no tiene que ver con el milagro del ARN mensajero que con tanta esperanza vemos para la erradicación de muchas enfermedades no necesariamente infecciosas, sino con lo comunitario. Porque la vacuna es un medicamento comunitario, no individual.
En una época como esta en la que la religión ultraliberal nos acogota con el dogma de la falsa igualdad de oportunidades para que los más capacitados arramplen con todo y que los que vengan detrás despierten, una vez más nos olvidamos de que una pandemia es, por definición, mundial, y de que lo que suceda en la India, China —ya ven qué ejemplo—, Angola o Tierra del Fuego nos influye a todos. Como si al virus se le pudiera detener con la misma facilidad que a un barco de migrantes a la deriva en el Mediterráneo.
Sin embargo, en cada país, con esos virus genéticamente nacionales tan del gusto del fascismo, no optamos por detener la pandemia vacunando a los más capaces de desarrollar la economía. No comenzamos por sus consecuencias económicas, inmunizando primero a los grandes empresarios y a sus trabajadores, ni tuvimos en cuenta la productividad de las personas para establecer prioridades. Todo lo contrario, la vacunación se inició por los más débiles de la sociedad, por los de salud más frágil, los ancianos, y por aquellos cuyos conocimientos podrían contribuir a limitar el desastre, los profesionales de la salud. ¿Se imaginan la catástrofe sanitaria y humana y, por tanto, también económica, que se hubiera producido de haber entendido que lo más grave era el impacto sobre la economía, en su sentido más miope?
La pandemia ha podido comenzar a vencerse porque pusimos por delante las necesidades de los más débiles de la sociedad. Poner el foco en ellos nos ha hecho virar de rumbo y, también, mejorar la economía. Quizá sea un buen momento para cambiar y pensar que un estado es tanto más saludable y próspero si pone su foco en los más débiles de la sociedad. Y que la economía no es cuestión de potentados con pies de barro pandémicos sino, y sobre todo, de humanidad.