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  • Aspirinas de noventa y ocho octanos

Cuando acababa la legislatura, la comisión de la competencia (CNMC) lanzó un informe en el que proponía la liberalización del sector farmacéutico, enésimo intento de romper con el modelo establecido hasta la fecha. Entre sus propuestas, estaban las habituales de vender medicamentos no sujetos a prescripción médica en los supermercados o en las gasolineras, extendiéndolas también, imagino, para no pecar de poco liberales, a cualquier tienda o colmado que se precie, y así no perjudicar a los pequeños comerciantes. Leído esto, la primera pregunta que me viene a la cabeza es: ¿y por qué no también los medicamentos sujetos a receta médica?

Y, claro, ésta creo que la pillé al vuelo, los medicamentos de prescripción necesitarían de personal, digo yo que cualificado, para dispensarlos. Y ya se sabe que estas cadenas no son muy amigas de tener más trabajadores de la cuenta. Así, en el supermercado, salvo el charcutero y alguno más, todo te lo haces tú: metes las compras en el carro, pesas la fruta, etcétera. Y qué decir de las estaciones de servicio, y del peligro que puedes correr de ponerte perdido de gasolina al más mínimo resfriado si se te ocurre llenar el depósito antes de comprar los frenadoles que yacen junto a los cupones del sorteo de la Cruz Roja, o al lado de la revista que anuncia el último revolcón peruano-filipino.
Espero que se hayan reído con el humor irónico de este primer párrafo. Pero creo que tomárselo a broma, y escribir con ese tono el artículo completo, sería una irresponsabilidad por mi parte. Porque, aunque nos guste eso que cohesiona tanto de tener un enemigo exterior, algo estaremos haciendo mal. Y a esto quiero dedicarle la segunda parte de este artículo, no vaya a ser que de risa en risa acabemos cambiando la bata por el uniforme de una de las petroleras instaladas en nuestro país, o comprando aspirinas de Hacendado. Y eso no sería tan gracioso.
Nuestra profesión parece que no existe para los demás. Nos miden, según el credo neoliberal, en distancias, monopolios de productos, o restricciones a la competencia. No somos nadie aquellos que estudiamos una carrera, llena de herbarios, pilas de cadmio y orbitales pi antienlazantes, disculpen la ironía nuevamente. Somos establecimientos y productos, y por tanto no somos una profesión para los que nos miran desde esas comisiones.
No hemos sabido comunicar a la ciudadanía la importancia social de la farmacia en muchos barrios, gracias a esa planificación. No hemos sabido explicar ni actuar sobre el enorme problema de salud pública que constituyen los fallos de la farmacoterapia. No hemos tenido el liderazgo necesario para transformarnos, para hacer de la nuestra una nueva profesión que conciencie y actúe sobre esta epidemia farmacológica. Nos hemos limitado a maquillar la situación, a hacer trabajos de investigación que atentan contra los propósitos últimos de la Estadística, para demostrar lo que no queremos hacer y seguir agarrados a lo que fuimos. Los partidos a los que hemos votado llevan políticas farmacéuticas en las que no aparecemos, y ello es así porque lo hemos permitido, y porque quienes han tratado de impedirlo han sido condenados a desaparecer de la foto.
En esta legislatura nos ha librado la campana. Quizás haya quien respire aliviado por ello, pero el prestigio de nuestra profesión, al estar ligado al producto dispensado, lleva años cayendo en picado. Y si no, que los más viejos del lugar se acuerden de lo que valía el omeprazol y lo que cuesta ahora. Eso somos, omeprazol.
Reaccionemos. Por nosotros, pero, sobre todo, por una sociedad que no puede permitirse por más tiempo pensar que una farmacia sólo es el sitio donde se compran los medicamentos. Ojalá creamos en nosotros mismos.

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