Fue mi mujer quien primero me dio la noticia. Lo había escuchado en la radio. La ministra de Sanidad había hecho una declaración pública a favor de la atención farmacéutica. Se estaba preparando para su aprobación una nueva ley que iba a desarrollar la atención farmacéutica, con pago por servicios y sin tocar el margen de los medicamentos. Incluso el jefe de la oposición y los nacionalistas estaban de acuerdo, aunque estos pensaban ir más allá de lo que se iba a aprobar y reclamaban la competencia exclusiva en la materia. 

Reconozco que en un primer momento no me lo creí, pero muy pronto una verdadera catarata de noticias hizo que me convenciese de lo contrario. La voz del secretario general fue la primera que escuché, pero no fue esa la que cambió mi opinión. Total, le había escuchado tantas veces decir eso, que una más no sería diferente. Nada más hacer sus habituales declaraciones, el locutor de la radio entrevistó al presidente de la Organización Médica Colegial, que celebraba la noticia y prestaba todo su apoyo a la iniciativa. Se habían dado cuenta de lo útil que era trabajar con los verdaderos especialistas de los medicamentos, y cuánto ahorro al erario público se conseguía, amén del sufrimiento humano que producían a veces los medicamentos.

No pasó mucho tiempo cuando se oyó al presidente de la Conferencia de Decanos leer un comunicado pidiendo perdón por no haberse dado cuenta del error cometido al no haber apoyado antes a los defensores de la atención farmacéutica. Escuchándolo, me recordó al difunto Juan Pablo II en sus declaraciones sobre Galileo. Aquello me llenó de alegría. No era momento de reproches, sino de pasar página y abrir la puerta al futuro.

Todavía en pijama, salí corriendo hacia el salón a encender la tele, por si la noticia también había salido en las noticias. Sentí el frío de diciembre en mis carnes, y recordé la oferta que habían metido en mi buzón el día anterior. Sí, como sugería el panfleto, debería dejar de ser tonto y tener una tele de plasma en mi cuarto. Seguro que ahora podría.

Nada más encender mi móvil de última generación, pitidos y más pitidos se sucedieron sin cesar. La lista de correos de atención farmacéutica estaba colapsada, llamadas perdidas de mi vecina de farmacia. Incluso de mi madre y de mi suegra. En Facebook se había creado un grupo, denominado «yo siempre creí en los farmacéuticos», que ya tenía más de dos mil fans.

Unos minutos más tarde, sonó el portero electrónico. Era la señora que trabaja en casa, y traía el periódico. Por el videoportero pude ver al aparca-coches de mi calle, que se acercaba y me decía «Felicidades, don Manuel».

En portada, la noticia estaba en portada. Se incluía editorial y amplia información en el interior. Uno de los periodistas, muy crítico siempre tanto con el gobierno como con la oposición, se lamentaba de cómo era posible que no se hubieran dado cuenta antes. Afirmaba que la atención farmacéutica era una de las más importantes medidas posibles contra la crisis. No obstante, y para no romper con su tradición, criticaba al presidente por su falta de visión a largo plazo, además de utilizarla como posible cortina de humo para otras negociaciones. Aunque tampoco se quedó atrás en sus reproches hacia el jefe de la oposición, al que acusaba de no tenerla prevista en su programa, sencillamente porque no tenía programa, y por ser prisionero de sus barones autonómicos.

La espera había merecido la pena. Con la que había caído este año, era inimaginable para mí que tres días antes de finalizar el año cambiara el panorama para nosotros, los farmacéuticos. Y farmacéuticas, que ya no hay que molestar al gobierno.

Tan emocionado estaba que no me dí cuenta de cuándo debí volver a quedarme dormido. Lo mismo le tuvo que pasar a mi mujer, porque estaba a mi lado en la cama. La pobre, con lo que ha sufrido conmigo estos años. El despertador estaba sintonizado con la radio. No sé qué cadena sería, pero ahora no estaban hablando de lo nuestro, sino de la caída en las ventas de mantecados por culpa de la crisis. Un tertuliano la comparaba con la del turrón. La verdad es que no entiendo nada.

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